Temen al amor porque crea un mundo que no pueden controlar, escribió George Orwell en su novela 1984 (Nineteen Eigthy-Four, 1949). Una novela distópica porque el escritor y periodista inglés plasmó en ella cómo él preveía el futuro: habitado por una sociedad alienada en un mundo controlado por una élite sin compasión. Más que una novela de ficción, con el paso de los años parece que se está convirtiendo en una profecía premonitoria.

Algunas voces acreditadas llevan ya décadas afirmando que estamos empezando a vivir, o ya prácticamente estamos viviendo en una sociedad orwelliana, muy fácilmente identificable, en la que se controla y se manipula la información, en la que se lleva a cabo la represión política y social, y, por supuesto, en la que se ejerce una vigilancia masiva de los ciudadanos. Es, en definitiva, el control, que es una de las grandes características innatas de las personas e instituciones abusivas o psicopáticas, de sectas, dictaduras o de cualquier micro o macro fascismo. Porque es imposible manipular, explotar o abusar de algo o de alguien desde la libertad, sin tenerlo controlado.

En los inicios de un curso de Psicología Positiva que estoy haciendo (es una escuela de Psicología que lleva desde finales del siglo XX investigando, desde lo científico, la felicidad y las fortalezas humanas), me encontré con una idea que, aunque parezca muy obvia, es esencial para poder entender bien el tema: el contexto socio político. En un mundo cruel es muy difícil ser feliz. En un mundo en el que se mata a niños, como en Gaza, o se tortura a animales indefensos, en el que se destruye la vida natural, hay que ser muy inconsciente, o muy psicópata, para sentir plenitud existencial. Es obvio que hay contextos socio políticos muy comprometidos con despojar a las personas de su bienestar, su plenitud y su felicidad, como cualquier dictadura o fascismo.

De hecho, los neoliberales llevan décadas empeñados en alejarnos de la felicidad. Se percibe en todos sus decretos y leyes de recortes y de daño y perjuicio contra los ciudadanos; y se nota en otros muchos aspectos, como la tala de árboles que parece una obsesión de las derechas, u otras obsesiones, como las rotondas y el hormigón en las ciudades, o su desprecio a la naturaleza y a los animales, o en su negacionismo de la crisis climática. Están convencidos, muy erróneamente, de que el mal que provocan en los demás revierte en su beneficio. Y eso es sólo a nivel material y sólo a muy corto plazo.

No es casualidad que los países más democráticos y laicos del mundo (los países nórdicos) sean los países en los que sus ciudadanos declaran mayor bienestar y felicidad. Y también, en consecuencia, son los países en los que hay mayores derechos ciudadanos, mayor tolerancia, mayor empatía, mayor respeto y cuidado a los animales y a las personas en situación vulnerable; y, por supuesto, mayor respeto a los “diferentes” y a la diversidad. La ecuación es muy sencilla: autoritarismo es igual a infelicidad (personal y social), y democracia y tolerancia es igual a bienestar y felicidad. Porque, en realidad, y esto los ignorantes Trump, Orban, Meloni y demás personajes afines al fascismo lo ignoran, para ser feliz es indispensable que también los demás lo sean. Quien pueda ser feliz rodeado de represión, de dogmatismo, de crueldad y de pobreza, no puede ser otra cosa que psicópata o narcisista extremo, que son los únicos seres vivos que disfrutan viendo sufrir a los demás. Es decir, verdaderos malnacidos.

Hace apenas unos días hemos sabido que el Ayuntamiento de Madrid está preparando una nueva ordenanza que parece pasar por criminalizar la mendicidad. Podemos recordar aquella normativa de Ana Botella de retirar los bancos públicos para impedir que durmieran en ellos los sin techo, porque eso “afea” la ciudad. Hay que ser insensible y cruel. Los gestores públicos están ahí para ayudar y mejorar las condiciones de las personas vulnerables, no para marginarlas ni despreciarlas con su vergonzosa aporofobia.

Desde Más Madrid se lamenta que se culpabilice a los mendigos de los males de la ciudad, y, con ese señuelo, se quiera reproducir aquella ley terrible de la dictadura, de vagos y maleantes. Una ley que el franquismo utilizaba para demonizar la diversidad y perseguir al libre, al diferente, al vulnerable, y a todo aquél que se saliera de los moldes construidos para sostener aquel terrible e inhumano pensamiento único. Y nos quieren llevar a lo mismo.

Una de las características del autoritarismo o del fascismo es el narcisismo; se creen superiores. Cosifican a los otros, a los que no son de su grupo. Por eso son tan racistas, tan machistas, tan especistas. Aunque están inmensamente errados, y, lo que es peor, convierten al mundo en hostil e inhabitable. Dice Milan Kundera en La insoportable levedad del ser (un libro maravilloso que toda la humanidad tendría que leer) que considerar a los otros seres inferiores es el origen de todo lo malo que le ocurre al mundo. Y decía Beethoven: “No encuentro ningún otro signo de superioridad que no sea la bondad del corazón”. Opino lo mismo, o muy parecido. Y también opino que habría que objetivar muy, muy bien quiénes son los verdaderos vagos y los verdaderos maleantes.

Coral Bravo es Doctora en Filología