Por no hablar de la injusticia que supone meter en un mismo saco a, por poner un ejemplo, Belén Esteban y Eduard Punset. Creo que no hace falta extendernos en las diferencias que, en el aspecto profesional, hay entre una y otro. Básicamente podrían resumirse en ésta: nos gustaría entender todo lo que dice Punset y nada de lo que dice Esteban.

Muchos de los que desde artículos y blogs nos exhortan a apagar la tele suelen hacerlo añadiendo un consejo sobre qué hacer una vez la hayamos apagado. A saber, abrir un libro. Hay incluso quien, como leí hace unos días en un blog, retuerce el argumento recomendando algún título con el siguiente lema: “una buena razón para apagar le tele”. Hombre, depende de lo que estés viendo. Si estás viendo el programa de libros de La 2... lo comido por lo servido.

Pero demos por hecho que no es así y que el alelado televidente, para contentar al intelectual sesudo, accede a apagar la tele y abrir un libro. La cuestión que se nos plantea es: ¿cuál? ¿de qué autor? ¿Alfonso Ussía? ¿Jiménez Losantos? ¿Pío Moa?

Eso sin contar con la posibilidad de que el telespectador, voluntarioso pero desorientado, podría apagar la tele y abrir un libro de Ana Rosa Quintana, con lo que estaríamos en las mismas. En este último caso, una leyenda urbana intelectual -esto es, una leyenda urbana que solo se propaga entre los visitantes de librerías y seminarios- afirma que entraríamos en una paradoja espacio temporal que podría destruir el mundo. Salvo que el libro no hubiera sido escrito por Ana Rosa en cuyo caso lo único destruido sería su reputación como escritora.

Es curioso que aún queden intelectuales y esforzados meritorios, que, en aras de acentuar su severidad rechazando lo pretendidamente frívolo, dan por hecho que el contenido televisivo es malo en su totalidad mientras que en la producción literaria el mal producto es la excepción, una anomalía.

En 2010, se publicaron en España 76.206 títulos. Es verdad que no me los he leído todos -últimamente he tenido una racha de mucho trabajo- pero me atrevo a afirmar que de esa enorme cantidad de páginas la humanidad podría haberse ahorrado la mayoría. Aún así, ni se me ocurriría recomendar, al amparo de tanto libro prescindible, el abandono de la lectura.

Cierto es que en la televisión se da con mucha más dificultad que en la literatura la correspondencia calidad-éxito. Es más, ocurre con frecuencia justamente lo contrario; que programas objetivamente malos en cuanto a su contenido (no en cuanto a su ejecución o puesta en escena) se conviertan en espacios exitosos desde el punto de vista de la audiencia que consiguen. Pero la presencia de programas infames, con contenidos altamente perjudiciales en ocasiones, no legitima la descalificación global del medio televisivo.

Además, esa circunstancia, esa difícil coincidencia entre calidad y éxito no es solo propia de la televisión. Vayan a cualquier feria del libro y verán, con honrosas excepciones, qué autores registran las mayores colas de admiradores. ¿Los mejores desde un punto de vista literario? No necesariamente. En la de Madrid, que es la que por cercanía visito cada año, escritores objetivamente mediocres cuando no nefastos acumulan el mayor número de seguidores. Que los libros de César Vidal consigan una ingente cantidad de lectores ¿convierte la literatura en objeto desdeñable?

Renegar de la televisión porque algunos de sus contenidos sean francamente deleznables es tan absurdo como renegar de la lectura porque en una librería no encontremos nada de nuestro agrado.

Aunque quizás la metáfora que mejor defina la parrilla televisiva sea la de un kiosco de prensa. En él, como en la tele, podemos encontrar la vocación de buen periodismo de diarios como El País junto a la vocación de intoxicación disfrazada de periodismo de muchas otras cabeceras; la divertida divulgación de Muy Interesante, frente al aburrimiento asegurado de Jara y sedal. O la superficialidad algo faltona del semanario Quore y sus reportajes fotográficos sobre los talones agrietados de las famosas -existe, se ha publicado, lo juro, lo he leído- frente a la profundidad de la revista Claves en la que André Glucksmann nos ilustra sobre El fantasma del nihilismo. Interesante ensayo, por cierto, cuya lectura te lleva inexorablemente a una conclusión fundamental: "¿Por qué coño no me compré el Quore?".

Miguel Sánchez-Romero es director de El Intermedio