Diez años hace del fin de ETA. Lo ha contado todo el mundo, con toda la información y todos los testimonios. Sé que seré de todo menos original, pero no podía pasar de puntillas sobre algo que tanto afectó a nuestras vidas.

Desde que nací, veíamos noticias sobre terrorismo en aquella única tele de entonces. De hecho, recuerdo el atentado contra Carrero Blanco, en blanco y negro, como un acontecimiento que nos libraba de un día de clase. Era una niña pequeña, claro. La misma niña pequeña que vivió de modo parecido la muerte de Franco: nos quedábamos varios días sin colegio.

El tiempo me fue dando un poco de perspectiva de realidad y quitando un poco de ombliguismo. Cuando asumí que el mundo no giraba a mi alrededor, fui consciente de que el terrorismo era algo terrible, pero algo terrible a lo que nos habíamos acostumbrado. Recuerdo, incluso, alguna expresión de fastidio cuando interrumpían la emisión de un programa de televisión para dar un “avance informativo” sobre un atentado de ETA.

Crecí con una falsa sensación de seguridad. Aquellos atentados horrorosos les sucedían a policías, a guardias civiles o a sus escoltas, sus chóferes o sus familias. Y, casi siempre, en el País Vasco. Por terrible e injusto que fuera, seguía la sensación de estar a salvo.

Más tarde fueron políticos o empresarios. El lugar y el objetivo se acercaban, y hechos como el de Hipercor nos sacudían. Cualquiera podía ser víctima. En eso, precisamente, consistía el terror.

Paralelamente, por aquellos tiempos proliferaron los avisos de bomba indiscriminados. Como siempre, a río revuelto, ganancia de pescadores, pero no había examen en la facultad que no se retrasara por algún aviso de ese tipo, con la consiguiente llegada de policías, perros y toda la parafernalia. No estaban las cosas como para arriesgarse a no hacer caso, por poco creíble que aquello fuera. No fuera a venir el lobo.

Seguimos conviviendo con el terrorismo con una sensación de lejanía hasta que te tocaban a algo o alguien cercano. En mi caso, ya adulta, los asesinatos de jueces y, sobre todo, de fiscales, disolvieron por completo toda sensación de ajenidad. Nos hablaron de medidas de autoprotección, pusieron escoltas a todos nuestros compañeros del País Vasco. El terror nos había alcanzado de lleno. Algo que supongo que habrá sentido cualquiera a quien se hayan acercado esas garras.

También recuerdo con nitidez ir a la manifestación por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Con mi hija en su carrito de bebé. Esta misma semana ha cumplido veinticinco años. Y espero que nunca tenga que vivir una época así.