Hace ya algunos años, mientras hacía un reportaje en un parque natural cercano a Barcelona, le pregunté al director si la actividad de la caza no era peligrosa en un espacio por donde paseaban cada fin de semana miles de personas. Me respondió que, efectivamente, lo era, que se producían muchos más incidentes de los que se publicaban, pero que el poder económico y político del gremio de cazadores era tan grande, que se ocultaban. En la mayoría de los casos abonando a los afectados cantidades de dinero por encima de lo que podrían obtener yendo a un largo e incierto juicio.

En otra ocasión, en un parque natural en el Pirineo oscense, un agente rural me explicó una larga cantidad de tristes vivencias. Llegó muy joven al lugar, lleno de ilusión y con la idea de que tenía pleno apoyo de la administración para realizar su trabajo. Muy pronto se dio cuenta de que quienes allí cazaban, se pasaban las normas legales por el forro de la escopeta. Con las primeras sanciones llegaron los pinchazos en las ruedas de su coche. Como siguió en su empeño de que se respetaran las normas, una noche lo despertó la explosión del vehículo a quien alguien había prendido fuego.

Aún así no se desanimó y el primer invierno puso su empeño en perseguir a quienes cazaban aprovechándose de las nevadas, algo que está prohibido siempre que ésta cubra completamente el suelo. Los cazadores utilizaban motos de nieve para desplazarse, lo que hacía imposible que él pudiera ni tan siquiera acercarse a ellos. Pidió a la administración que le proveyera del material necesario para hacer su trabajo. A los pocos días le llegaron unos vetustos esquís. Entendió el mensaje.

Evidentemente, entre los cazadores, como en casi cualquier grupo humano, hay de todo. Muchos respetan concienzudamente el reglamento y las normas de seguridad. Otros, quizá menos pero muy significativos, no sólo no lo hacen, sino que muestran una arrogancia tremendamente peligrosa en alguien que va armado.

Este año no ha tardado en llegar el primer incidente grave. El pasado domingo una pareja joven dormía en un bungalow en la población de Tordera, en Barcelona. Oyeron disparos muy cerca de la vivienda, y el joven se levantó para advertirles de que no lo hicieran junto a una zona habitada. Al regresar a la habitación observó con horror, como uno de los disparos había atravesado la pared y el colchón donde él estaba tumbado unos minutos antes. De no haberse levantado a protestar, con toda seguridad el proyectil, de gran calibre porque era para cazar jabalíes, lo hubiera herido o matado. Por supuesto los miembros del coto, que estaban haciendo una batida, no han reconocido la autoría de los disparos.

La caza controlada, ante la falta de depredadores naturales, es necesaria para mantener el equilibrio de algunas especies, pero las administraciones, tanto estatales como autonómicas, deberían tomarse mucho más en serio el riesgo que supone esta actividad en unos bosques y campos cada vez más repletos de ciudadanos que ejercen su derecho a disfrutar de la naturaleza. Sin olvidar, que se trata de una actividad altamente contaminante, cada año nuestros campos reciben ingentes toneladas de plomo de los cartuchos de caza. Plomo que o es ingerido por los animales, especialmente por las aves, o queda en el terreno contaminándolo.

Hace muchos siglos que la mayoría de los seres humanos dejamos de ser cazadores-recolectores. Ha llegado el momento de que se aplique una legislación mucho más estricta con quienes aún no han aprendido a controlar su instinto depredador.