La educación no es el llenado de un recipiente, sino el encendido de una llama decía Sócrates hace casi veinticinco siglos. Se trata de esa “llama”, esa chispa que ilumina nuestra conciencia y nuestra mente cuando llegamos a conocer algo que nos hace entender, cuadrar datos, colocar piezas de puzle que nos faltaban para lograr aclarar algún concepto, algún hecho histórico, alguna parte de la realidad de cualquier materia o circunstancia, incluidos, por supuesto, nosotros mismos.
Algo así me ocurrió hace ya bastantes años cuando me puse a leer sobre el origen histórico y espiritual del Solsticio de verano. Yo sabía que era algo muy distinto a las famosas fiestas de un santo cristiano. Mi padre me hablaba de una piedra en la bifurcación de un camino que recorríamos alguna vez cuando íbamos a unas viñas, y me contaba que no se podía pasar por allí en la noche de san Juan, porque en esa noche, la más corta del año, se reunían alrededor de esa piedra hadas, duendes y brujas. Eran de esas cosas que se cuentan a los niños, pero a mí aquello me quedó grabado en esa memoria ancestral que intuye en la fantasía otros modos de realidad.
Había algo mágico en esa noche más corta del año. Pero algo no me cuadraba. No cuadraba nada. Las fiestas del Solsticio de verano empezaron a celebrarse hace casi 5000 años, desde el origen mismo de las sociedades humanas. En todas esas celebraciones, todos los pueblos de la antigüedad homenajeaban al Sol, porque fecundaba las cosechas, y provocaba que el campo y los bosques se llenaran de frutos que les alimentaban, y de semillas que garantizaban las próximas cosechas. Todo ello nos lleva a entender muy bien que el Sol fuera un dios y formara parte esencial en muchas mitologías, y que se le atribuyeran connotaciones mágicas. Porque da la vida. Y nada más mágico que la vida.
Los celtas, nuestros sabios antepasados, encendían grandes hogueras en el inicio del verano en honor y tributo a su dios del sol (Belenos), como símbolo de ofrenda y de purificación. Los druidas, los incas, los mayas, los moches, los muiscas se las ofertaban al dios Sol; los griegos al dios Apolo, los romanos a la diosa Minerva y al Sol Invictus. La actual celebración cristiana de la noche de San Juan no es otra cosa que un plagio, desde el siglo IV, de esas maravillosas celebraciones naturales y “paganas” que los cristianos adaptaron, como todas las celebraciones, a su propia dogmática, dejando huérfana a la humanidad del conocimiento de su espiritualidad natural y de una importantísima parte de su historia.
Para los griegos clásicos el dios Sol era Helios, hijo de Hiperión y Tea, que recorría los cielos para iluminar el planeta (la mitología siempre tiene su punto de racionalidad y veracidad). El dios romano del Sol es Sol Invictus, la principal deidad de la religión romana de la Antigüedad clásica. Sol Invencible, porque nada ni nadie podrá acabar con él y con su caminar; caminar cíclico y dador de vida a nuestro planeta en su recorrido natural. Representa, en lo simbólico, a la luz y la victoria, la fuerza, el tesón y la razón.
Su culto ganó prominencia de manera muy destacada durante el mandato del emperador Aureliano. Y ha pasado a la posteridad como una de las grandes enseñanzas de las antiguas Grecia y Roma, que fueron el cénit de la civilización humana. Hasta que llegó el cristianismo en el siglo IV y trajo consigo la oscuridad, como cuenta muy bien la historiadora inglesa Catherine Nixey en su libro La Edad de la penumbra. Cómo el Cristianismo destruyó el mundo Clásico (2019)
Hace sólo unos días entramos en otro nuevo Solsticio de Estío, que ocurre desde que el mundo es mundo. Una vez más, de manera eterna, mientras este planeta lo sea, la luz del Sol, esa estrella prodigiosa que renueva año a año la vida, ha entrado en su máximo apogeo, a la vez que, parafraseando al escritor Ignacio Merino (quien sabe mucho de druidas, de celtas y de Solsticios), muy lentamente, empieza a decaer con ternura infinita, entre cantos de grillos y mariposas blancas, mecido por la brisa en los trigales y el viento del sur que hace temblar las hojas de los álamos.
Es un verano más, y la naturaleza sigue su curso. Una parte de la especie humana se regocija en destruir; otra parte lucha comprometida por hacer del mundo un lugar mejor para todos. Nosotros, los demócratas, racionalistas, adogmáticos, librepensadores, laicistas y defensores de la diversidad seguiremos comprometidos con defender la democracia, la razón, los derechos humanos, el pluralismo y la libertad, de tantos enemigos que a día de hoy nos arrastran hacia el abismo del fascismo. Que el Sol Invictus, el Sol invencible de aquella maravillosa cultura clásica a la que tanto debemos, nos guíe a la humanidad en ese camino. Y volviendo a parafrasear a Ignacio Merino, “No titubeéis, uníos y cogeos de la mano si es preciso. Coronaos de laurel en la noche mágica. Que la mente se reconcilie con el cuerpo. Consagraos al amor, que es la mejor de las religiones. Y renovemos, en estos meses “mágicos” del verano, nuestros votos para seguir vivos”. Consciente y felizmente vivos.
Coral Bravo es Doctora en Filología