Cuando era niña, en el colegio de monjas al que asistía, hubo un tiempo en que rezábamos el rosario al tiempo que hacíamos costura, una actividad que se escondía bajo el altisonante nombre de la asignatura de Pretecnología. Hacíamos ojales mientras la monja alternaba las broncas porque los ojales no nos salían con el primor que pretendía, y porque no nos callábamos cuando desgranaba las cuentas con el soniquete del “quinto misterio de dolor” o el misterio que tocara.
Aunque pueda parecerlo, no hablo del Pleistoceno. Me refiero a los últimos tiempos del tardofranquismo, incluso los primeros momentos de la Transición, un tiempo donde todavía costaba interiorizar que el estado es laico y que la religión ya no debe formar parte de cualquier actividad de nuestra vida. Habían sido muchos años en que el pack Estado Iglesia era tan absolutamente inseparable que no se podía concebir un solo evento sin cruces de por medio.
Pero aquello pasó ya hace mucho, por fortuna. O eso creía, cuando la realidad me ha dicho una vez más que nunca podemos cantar victoria. Ya hace tiempo se respiraba ese ambiente en que la religión se mezclaba con otras cosas, con banderas españolas con vírgenes en lugar de escudo, o con sangrantes corazones de Jesús enarbolados a modo de estandarte en actos de protesta, pero lo de las convocatorias para rezar el rosario reza el rizo. O, por decirlo de otra manera, es una cuenta más en este rosario de incongruencias en que se ha convertido la vida política.
Yo no he vuelto a rezar un rosario desde mis tiempos de colegio y, a lo sumo, he disimulado -haciendo play back, claro- en alguna ocasión muy puntual, como algún velatorio de una persona muy mayor en algún pueblo perdido de nuestra España profunda. Pero más allá de eso, nada. Y, aunque respeto a quien siga manteniendo esta costumbre, estoy muy tranquila si esas prácticas se quedan donde deben estar, en el seno de iglesias y actos religiosos.
Pero, como dice el refrán, poco dura la alegría en la casa del pobre y en estos últimos tiempos me siento como en aquellos días de colegio en que religión y política se mezclaban hasta no poderlas separar. Y eso no me gusta nada. Ni debería gustar a nadie, incluidos quienes salen a rezar el rosario, porque son los mismos que monopolizan los símbolos nacionales y las Constitución como si solo les perteneciera a ellos. Y, no lo olvidemos, nuestra Constitución dice bien a las claras que este es un estado aconfesional, que respeta la práctica de cualquier religión y también la no práctica de ninguna.
Así que ya sabemos. No sigamos mezclando churras con merinas que eso nunca trae consigo nada bueno. A los hechos me remito.