La democracia no se sostiene sólo con urnas. Se sostiene con ciudadanía informada, con instituciones responsables y, sobre todo, con un periodismo libre que ilumine aquello que algunos prefieren mantener en la sombra. Hoy, ese pilar esencial está en riesgo. No por censuras explícitas, sino por algo más peligroso: una colonización silenciosa de los medios por intereses económicos y políticos que distorsionan la verdad hasta hacerla irreconocible.
Las cifras hablan con contundencia. Casi el 88% de los ciudadanos considera que los medios de comunicación están al servicio de intereses políticos o económicos, y cerca del 80% cree que difunden bulos o informaciones falsas. Esta sensación no es fruto de la paranoia colectiva, sino de una degradación real, documentada, que erosiona la base misma del derecho a la información.
Hemos llegado a un punto intolerable: Miguel Ángel Rodríguez, uno de esos pseudoperiodistas que se ha convertido en símbolo de esta deriva, reconoció en sede judicial haber mentido deliberadamente, haber fabricado información para contrarrestar noticias que consideraba incómodas, en el marco del caso contra el fiscal general del Estado. Una confesión pública, en un proceso de enorme relevancia institucional, que no ha tenido consecuencia alguna. Y mientras tanto, los periodistas que declararon con rigor, que aportaron testimonios veraces y contrastados, no fueron tenidos en cuenta. La consecuencia es devastadora. Cuando los mentirosos prosperan y los veraces son silenciados, la democracia se vuelve decorado y deja de ser sustancia.
A esto se suma un problema estructural: el oligopolio mediático. Un reducido número de grupos empresariales controla la mayor parte del ecosistema informativo. Esta concentración no es neutra. Tiene efectos directos sobre lo que se publica, lo que se oculta y lo que se tergiversa. Cuando la información se convierte en instrumento del poder, la democracia se convierte en rehén.
Por eso urge dignificar el periodismo desde la raíz. No podemos exigir independencia a profesionales sometidos a precariedad salarial o a becas interminables. No podemos defender una prensa libre sin colegios profesionales fuertes que garanticen el cumplimiento de los códigos éticos. Y no podemos permitir que quienes manipulan y difunden bulos tengan la misma consideración social que quienes ejercen la profesión con integridad.
La solución no pasa por censurar, sino por todo lo contrario: por garantizar transparencia y pluralidad. Necesitamos un gran acuerdo nacional que proteja la independencia editorial, limite la concentración mediática, establezca estándares mínimos de verificación, asegure condiciones laborales dignas y sancione —con firmeza y garantías— la desinformación deliberada. No es una batalla partidista. Es una obligación democrática.
Este compromiso debe ir acompañado del reconocimiento a los periodistas que, día tras día, sostienen con su trabajo la salud democrática del país. Aquellos que contrastan datos, que investigan, que resisten presiones, que defienden la verdad aunque a veces parezca que nadie la quiere escuchar. Ellos son la última línea de defensa frente a quienes pretenden convertir nuestra sociedad en un mercado de mentiras.
La democracia no muere de golpe. Se deteriora lentamente, cuando normalizamos lo intolerable. Hoy, lo intolerable es que la mentira tenga más altavoz que la verdad. No podemos permitirlo. La supervivencia democrática depende de algo tan simple y tan difícil como esto: que la ciudadanía pueda confiar en la información que recibe.
La batalla por un periodismo honesto no es un debate corporativo. Es el debate fundamental sobre el país que queremos ser. Y es una batalla que estamos obligados a ganar. Porque sin verdad no hay libertad, y sin libertad no hay democracia.
Manel de la Vega. Senador del PSC

¿Eres capaz de descubrir la palabra de la memoria escondida en el pasatiempo de hoy?