En muy pocas horas podremos dilucidar si Pedro Sánchez es un gran estratega o quedará para la historia como Pedro "el Provisional". Aunque, viendo como van las cosas en este país, es muy probable que no ocurra ni una cosa ni la otra y tras el recuento nos quedemos con la botella de cava o champán en la mano, sin saber si descorcharla o lanzarla contra la pared.

La campaña ha sido tan breve, como eterna se nos ha hecho la precampaña, y termina, como era previsible, con los candidatos tan entusiasmados como un condenado a muerte escogiendo el menú de su última cena. Todos salvo Santiago Abascal que, empujado por las encuestas y por la masa de seguidores zombis que desentierra a su paso, está convencido de que por fin ha llegado el momento de que España sea gobernada por un nuevo caudillo.

La desmovilización que algunos temen, y otros desean, de los votantes de izquierda, sería el justo pago a sus dirigentes por la histórica insenzatez mostrada durante la no negociación tras las elecciones de abril. Si no fuera porque, de producirse, provocaría la victoria de la derecha más salvaje e insolentemente poco preparada desde la llegada de la democracia y aún antes.

Esta vez no preocupa sólo la posibilidad de que gane un Partido Popular, más preocupado cuando consigue el poder de  sus trapicheos y corruptelas que de gobernar el país, sino, muy especialmente, de sus compañeros de viaje. Rivera y Abascal son aquellos amiguetes que las madres definían en nuestra adolescencia como "las malas compañías". Macarras sin oficio ni beneficio, entregados a los vicios de los billares o al matoneo.

Cuatro años de gobierno del trifachito supondrían el desmantelamiento del escaso pero preciado estado de bienestar que aún nos queda. Una tragedia para los derechos de las mujeres, de los más desfavorecidos y del país en general. No sólo es que sean fachas muy fachas, sino que, como demuestran en cada entrevista o intervención pública, son unos ignorantes de la peor clase, de los que hacen bandera de su incompetencia.