Cuando era pequeña y estudiaba los descubrimientos científicos, siempre pensé, como avance de la humanidad, nos pertenecían. En mi ingenuidad, jamás se me ocurrió pensar que, logrado el medicamento para la cura de una enfermedad o la vacuna para la prevención de otra, hubiera más problema para acabar con el mal que fabricarlos en número suficiente.

Tampoco me planteaba, cuando me vacunaban o cuando yo hice lo propio con mis hijas, que la vacuna perteneciera a un laboratorio u otro, que tuviera marca, como un detergente. Y, si la tenía tampoco me importaba lo más mínimo.

Por supuesto, lo de las patentes de estas cosas era tan ajeno a mí como una misión espacial. Es cierto que lo que ocurre con el SIDA da que pensar. Pero no le hemos dedicado demasiado tiempo. Como dice el refrán, a grandes distancias, grandes mentiras. O eso era, al menos, lo que convenía creer.

Ahora, sin embargo, con esta pandemia que tanto ha agitado nuestro mundo, tendría que volver a plantearme aquello que de niña me parecía obvio. Una vez encontrado el remedio, la vacuna, el único obstáculo para acabar con el bicho es producirla para todo el mundo y pinchárnosla. Y punto pelota.

Pero ni punto, ni pelota. Primero llegan los antivacunas, con teorías conspiranoicas y majaderías varias. Luego, noticias sobre bondades y defectos de unas y otras, como si fueran detergentes compitiendo por cuál lava más blanco, pero donde, a diferencia con el detergente, no podemos elegir. Con la duda, siempre, de hasta dónde es cierta o es interesada la mala prensa de alguna vacuna, y cuánto tendrá que ver con su menor coste.

Ahora llega lo más preocupantes. Resulta que las cosas nada tienen que ver con lo que creía de niña, y no basta con descubrir la cura para que el mal se acabe. Hay un obstáculo gigantesco llamado patente, directamente relacionado con lo potente que sea el Estado. Porque las patentes suponen dinero y el dinero todo el mundo sabemos dónde está y, sobre todo, dónde no está. Así que, al final, la cosa podía reducirse a algo tan simple y tan complicado como el dinero. El poderoso caballero de Quevedo.

No podemos consentir que parte del mundo siga enfermo por una cuestión económica. No solo por ellos sino porque, mientras haya una sola persona infectada, el riesgo sigue. No es sencillo, porque sin el dinero esos laboratorios pueden perder capacidad de investigar, pero eso debería hacer replantear al sistema y dar importancia a lo público sobre lo privado.

La salud debe ser universal. Siempre.