Pasaba por ahí, leyendo los titulares del día, y me encontré con otra buena noticia… de esas que, si uno no lee la letra pequeña, suenan a justicia social y a progreso. “El permiso por fallecimiento se amplía a diez días”. Nadie puede oponerse a eso. Nadie. Perder a un ser querido duele más que cualquier otra cosa, y el tiempo de duelo es sagrado. Pero mientras se celebraba el anuncio, nadie parecía preguntarse quién paga ese tiempo, quién sostiene la empresa cuando su plantilla, que ya es mínima en la mayoría de los casos, debe cubrir ausencias que se acumulan sobre otras cargas laborales, fiscales y burocráticas.

España tiene un 90 % de empresas con menos de tres trabajadores. Son talleres, tiendas, bares, gestorías, transportistas, cuidadores, comercios familiares… lugares donde la ausencia de una persona no se reemplaza con un protocolo: se nota en la caja, en los turnos, en los plazos de entrega, en el servicio al cliente. Y cuando todo eso ocurre al mismo tiempo que suben las cotizaciones, se imponen nuevas obligaciones, o se reduce la jornada laboral por decreto sin compensación, el resultado no es una economía más justa, sino un tejido empresarial exhausto.

El Estado somos todos, y que cada nuevo derecho debe financiarse con una estructura sostenible

El problema no es la medida. El problema es la falta de equilibrio. Cada norma se dicta con un fin noble —conciliar, proteger, redistribuir—, pero en su aplicación se olvida que el Estado somos todos, y que cada nuevo derecho debe financiarse con una estructura sostenible, no a costa de estos pocos que siempre pagan.

No puede ser que cada vez que el Gobierno quiere corregir un desequilibrio social lo haga cargándolo sobre las nóminas. La “hucha de las pensiones” que acaba de presentarse, con un nuevo aumento en cotización que restará hasta 95 euros al año a cada trabajador, es otro ejemplo de esa lógica de parche. En vez de revisar el sistema y hacerlo sostenible, se elige la vía rápida: otra aportación obligatoria. El resultado, aunque se vista de solidaridad intergeneracional, es el mismo de siempre: menos renta disponible, más carga para el empleador, menos incentivos para contratar.

Llevamos años acumulando pequeñas decisiones que, sumadas, se convierten en una losa. No hay una visión de conjunto. La reforma laboral de 2022 fue presentada como la gran panacea que acabaría con la temporalidad. Tres años después, la temporalidad sigue ahí, pero disfrazada de “fijo discontinuo” o de despidos en los períodos de prueba; la productividad no mejora; el empleo público crece a mayor ritmo que el privado; y la carga administrativa para las pymes es más pesada que nunca.

El Gobierno se felicita por los datos de afiliación, pero cada autónomo que cierra no cuenta en la estadística del paro. Y cada microempresa que deja de contratar tampoco aparece en los informes de éxito. La realidad se mide mejor en la calle que en los PowerPoint ministeriales.

España necesita un gran acuerdo nacional sobre el empleo y la empresa. Un pacto que mire de frente los problemas estructurales: los costes laborales, la fiscalidad, la inseguridad jurídica, la lentitud administrativa, el absentismo, la rigidez de la negociación colectiva, la falta de formación práctica y la brecha de productividad respecto a Europa. No se trata de recortar derechos, sino de hacerlos posibles. De permitir que los derechos sean sostenibles porque las empresas que los sostienen siguen vivas.

Cada día se legisla con más entusiasmo y menos cálculo. Se legisla por anuncio, no por evaluación. Se habla de igualdad y conciliación como si la única parte implicada fuera el trabajador, y se olvida que sin empresa no hay nómina, y sin nómina no hay cotización. Lo que necesitamos no son más titulares, sino un marco realista que permita a las pymes seguir contratando, innovando y creciendo.

Hace falta volver al diálogo social en su sentido más literal: diálogo, no imposición. Las reformas no pueden seguir construyéndose desde los despachos de Madrid sin escuchar a quienes abren la persiana cada mañana. Tampoco puede seguir justificándose cada subida de costes bajo el mantra de “las empresas pueden asumirlo”. No todas pueden. Muchas ya no pueden más.

Sin empresas no hay empleo, sin empleo no hay cotizaciones, y sin cotizaciones no hay Estado del bienestar

Quizás haya llegado el momento de pedir algo tan simple como sensatez. De exigir que se revise la reforma laboral con datos reales y sin dogmas. Que se estudie de verdad qué impacto ha tenido el SMI sobre el empleo juvenil y rural. Que se evalúe si la reducción de jornada mejora la productividad o la estrangula. Que se reequilibren las cotizaciones para que el coste de crear empleo no sea un acto heroico. Que se reordenen los incentivos, de manera que las empresas que invierten, que forman y que retienen talento no se sientan castigadas frente a quienes sobreviven en la economía sumergida.

Todo eso no es pedir privilegios. Es pedir justicia económica. Porque sin empresas no hay empleo, sin empleo no hay cotizaciones, y sin cotizaciones no hay Estado del bienestar. El equilibrio entre derechos y sostenibilidad no es una cuestión ideológica, sino de supervivencia.

Pasaba por ahí… leyendo la ampliación de un permiso, el aumento del MEI, las declaraciones de un ministro satisfecho. Y me quedé pensando que lo que de verdad falta es más diálogo. Que las empresas no necesitan aplausos ni discursos: necesitan aire. Y que ojalá algún día ese gran pacto social, el que de verdad equilibre, llegue antes de que sea demasiado tarde.