A pesar de que segará la vida en la tierra, la emergencia climática es ya un fósil informativo y pelmazo que suscita en el ciudadano una vaga papilla emocional de temor y bostezos. Impedir el apocalipsis no nos incumbe a nosotros, sino a los gobernantes, discurrimos. Ni acudir al supermercado con una bolsa de tela, ni depositar el plástico en el contenedor amarillo, ni prolongar la vida de la ropa o utilizar el transporte público en lugar del coche sirven de mucho. Pues no son los ciudadanos los que más contaminan ni más agua consumen, sino las refinerías de petróleo y la agricultura industrial.

De modo que, paladeado este razonamiento, nos giramos en la almohada y continuamos soñando con que, en el último segundo y sobre la bocina, los científicos, esos superhéroes de la Marvel tecnológica, fabricarán nubes, convertirán desiertos en vergeles, acarrearán tierras raras de Marte para construir parques eólicos cuando los recursos planetarios se nos agoten, inventarán una máquina para capturar el dióxido de carbono y nos restituirán el azul preindustrial del cielo. Entonces, voilà, la pesadilla habrá terminado.

No ocurrirá así. Por un lado, el tecnoptimismo es reaccionario, pues confía en un deus ex machina que nos redimirá de la obligación de actuar aquí y ahora. Por otro lado, después de nosecuantésimas cumbres climáticas y mucho opio retórico, lo único que sabemos es que ni los Estados ni los señorucos del capitalismo fósil moverán un dedo para frenar el apocalipsis.

Ante esta situación, y con cada vez menos tiempo para maniobrar, ¿qué hacer? ¿Huir a un pueblón a sentarnos en la posición de loto mientras se achicharra el permafrost y se agostan ecológicamente, eso sí, las berzas? ¿Rezar a los espíritus de nuestros antepasados y resignarnos a morir como el Queequeg de Moby Dick cuando comprende que el capitán Ahab arrastrará a toda la tripulación a la ruina en su delirio por matar a la gran ballena blanca? ¿O combatir el capitalismo vampírico que está desangrando el planeta y es fuente inagotable de desigualdades y dolor aun sabiendo lo dudoso de la victoria?  

Estas cuestiones son las que nos plantea Andreas Malm en el saludablemente polémico Cómo dinamitar un oleoducto, que acaba de publicar Errata naturae. Un ensayo de obligada lectura para conocer no solo quién es quién en el movimiento climático, sino cuáles pueden ser las opciones más realistas y eficaces para salir del atolladero medioambiental.

Profesor de la Universidad de Lund (Suecia), Andreas Malm es activista y militante de la rama punk del ecologismo, por decirlo de un modo que ayude a separarlo de esa ecología pop, la de Greta Thunberg, más rosa que verde. Y también de la rama guay de Extinction Rebellion, que no solo expulsa de su discurso los antagonismos de clase en la lucha climática, ligándose así a una base de blancos de clase media, sino que pretende combatir el holocausto con performances y buenismo, sin culpabilizar a los más ricos del calentamiento, no sea que se enojen, a pesar de que sus aviones privados generan en un año, y solo en EE.UU., “tanto CO2 como la mitad de Burundi”.

Extinction Rebellion recurre también a educadas exhortaciones a los políticos, por supuesto. Pues no en vano este movimiento tiene como osito de peluche cultural a Gandhi. Un señor que fue un poco menos jipi que su leyenda de túnica blanca y gafitas de equivocarse en los sudokus, ya que solicitó alistarse en el poco pacifista ejército británico durante la guerra contra los zulúes y los bóeres en Sudáfrica. En cambio, después de la Noche de los cristales rotos, Gandhi tuvo el cuajo de pedirles a los judíos que ofrecieran la otra mejilla a Hitler: “El sufrimiento que se experimenta de forma voluntaria les conferirá fuerza y regocijo interior”. En fin, fallos sinápticos en el cerebro seudopacifista del mahatma, supongo. Malm es menos irónico cuando escribe: “El hecho de que este hombre pueda emerger como icono del movimiento climático […] es una prueba de hasta qué punto ha retrocedido la conciencia política entre el siglo XX y el XXI”.

Lleva razón. La política ha degenerado en politiquería, que es la histerización de aquella. Lo cual nos recuerda que no se han conquistado derechos sociales ni se han llevado auténticas transformaciones pidiéndoselos por favor a los poderosos. ¿Alguien se imagina a los negros de Oklahoma haciendo sentadas en los campos de algodón o discutiendo amigablemente con el Ku Klux Klan de ética kantiana? “Algunos recordarán”, apunta Malm, “que la esclavitud terminó en Estados Unidos gracias a una guerra civil”.

El autor repasa también las luchas del movimiento obrero y las de las sufragistas británicas, quienes, después de décadas de buenos modales para que el Parlamento les reconociera el derecho al voto, se consagraron a hacer añicos las ventanas de las calles por las que pasaban y a quemar buzones de Correos por todo el país, y hoteles, y pajares, y teatros e iglesias.

Una actitud más extrema la llevaron a cabo Malcolm X y los Black Panthers en el movimiento por los derechos civiles de los negros, que no dudaron en defender con las armas a Martin Luther King. El gobierno de Kennedy, como se sabe, tuvo que ceder. Y no por complacer a los afroamericanos, sino por no enfrentarse a la ira de los blancos de clase media, que veían impotentes cómo más de mil de sus negocios eran destruidos solo en 1967.

¿Por qué, se pregunta Malm, la crisis climática va a ser diferente de estas y otras crisis históricas, hasta el punto de que aquella solo deba combatirse con la no violencia, cuando estas prácticas —marchas, concentraciones, manifestaciones, sermoncillos— han demostrado ser cumplidamente ineficaces? “El pacifismo estratégico”, deplora el autor, “ha convertido su método en un fetiche”.

Malm, me apresuro a tranquilizar a los marcapasos de los biempensantes, no es un terrorista. Él no apuesta por hacer daño a las personas en nombre de ningún principio, por sublime que sea, sino que aboga por la coexistencia de los movimientos climáticos pacifistas con acciones contundentes, pero controladas, contra las propiedades del capitalismo fósil —oleoductos, excavadoras, minas de lignito, etc.—, pues, dada la inacción de los gobernantes y la arrogancia de las petroleras y la minería, la única manera de tener alguna posibilidad de que la Tierra siga siendo un planeta habitable pasa por atajar de raíz las emisiones de los combustibles fósiles. Sin transiciones ni componendas. Nadie en su sano juicio, zanja Malm, “propondría reducir la esclavitud en un cuarenta o un sesenta por cierto”. Y, puesto que los políticos no legislarán contra la industria extractiva, deberá ser la sociedad civil o una parte de la sociedad civil quien se encargue de detener el ecocidio.

¿Cuál es el método más eficaz? Después de examinar las diversas tácticas y de exponer sus ventajas e inconvenientes, el autor sueco concluye: “Si hay que resistir la tentación de idolatrar un tipo de táctica concreta, no podemos tampoco idolatrar la destrucción de la propiedad y otras formas de violencia. Es posible que la táctica con mayor potencial para el movimiento sea otra. Estoy pensando, específicamente, en las acampadas climáticas”, en las que los activistas “se visten con finos trajes blancos de protección y salen en dirección, por ejemplo, a una mina de lignito […]. Con la sola ayuda de su cuerpo […] suben a las excavadoras […] o se tumban sobre las vías férreas que unen los yacimientos de carbón con los altos hornos. La producción queda detenida varios días. […] En el verano de 2019, seis mil personas consiguieron cerrar la fuente de emisiones más importante de Alemania”.

Cómo dinamitar un oleoducto, en fin, ofrecerá esperanza a muchos e irritará a unos pocos. Un libro, en definitiva, muy necesario para repensar la crisis climática. Y para actuar en consecuencia.