Último día del año. Último día de un año anómalo, después de otro aún más anómalo antes, en el que vislumbramos el umbral del siguiente. Es curioso, en nuestro particular mecanismo de medición del tiempo, en nuestra psicología, sentimos que al cruzar a las doce de la noche del 31 de diciembre todo se reinicia, comienza, es posible. Es una mentira más, una de tantas, consolidadas por la costumbre, las tradiciones, los ritos, las religiones y nuestras particulares supersticiones o hábitos. En algo hay que creer; de algo hay que morir, mejor de optimismo. Es como los que, incluso detestando estas fiestas porque nos van faltando cada vez más gente insustituible, nos dejamos arrastrar, por un instante, por las frías luces de navidad, brillantes y multicolores, en competencia absurda de todas las ciudades y pueblos del país, mientras hay muchas familias que no pueden encender un calefactor para pasar el frío. Este año parece que frente a la caníbal e inhumana avaricia de las directivas de las compañías eléctricas y del gas, esa especie antropófaga que se sigue enriqueciendo ante la desgracia del resto de la especie, la naturaleza nos va a dar un respiro con temperaturas más suaves, propias más de una primavera que del invierno que ya pisamos.

Recuerdo que, a Rosa, mi madre, además de la copla y el flamenco, le gustaba Elvis Presley. Aunque en la España que le tocó vivir no se veía muy bien la música en otro idioma, ya había pasado por la España del dictador el presidente estadounidense Eisenhower, y el amigo americano era bien venido. El país iniciaba su tímida apertura, el desarrollismo de los 50, 60 y 70, y mi madre fue testigo de ese tiempo.  Alguno de sus discos de vinilo aún está por la casa, sin ella, que no sabía inglés, pero entendía de emoción y de belleza. Una de las canciones de más éxito de Elvis, antes de la llegada de Mariah Carey y su “all I wanti for christmas is you”, fue un villancico muy atípico de amor, o más bien de desamor “Blue Christmas”, “Navidades Tristes”, en las que dice, entre otras cosas “I´ll have a blue Christmas without you” que viene a significar para los usuarios medios de inglés de los curricula “Tendré unas navidades tristes sin ti”. Ya han pasado las navidades, la mitad al menos de sus celebraciones, para los que, como Elvis entonces, estamos condenados a pasarlas en la ausencia definitiva de seres muy queridos, de amores que pudieron ser y no fueron, de amigos y familiares a los que las medidas de esta sindemia nos obligan a no poder abrazar. Se llenan nuestros teléfonos de mensajes y buenos deseos, el mío incluido, y hacemos nuevos propósitos de Año Nuevo, que son los mismos o casi, que en los años anteriores. Dice uno de los más puñeteros refranes españoles que yo conozco que “el infierno está empedrado de buenas intenciones” y yo, que soy un agnóstico metódico, quisiera que existiera el infierno para algunos, como para los que abusan de niños, los que maltratan o violan mujeres, los que niegan esta violencia, los que la fomentan, los que disfrutan haciendo sufrir a sus seres más próximos y familia, a los asesinos, a los que deciden dejar pudrirse la esperanza de seres humanos en campos de refugiados, o en el mar mediterráneo, o en el océano…la lista es tan larga pero, por supuesto, para los directivos de las compañías eléctricas y energéticas, para esos también deseo que exista el infierno.

Mis nuevos propósitos de año nuevo, los verdaderamente nuevos, son no perder del todo la esperanza en el género humano. Seguir comprometido con mi tiempo y los que necesitan que alguien diga la verdad, por incomoda que sea. Aferrarme a todo lo bueno, a la capacidad como especie de sobreponerse a la muerte y la vicisitud, y de elevarnos por encima de las miserias de algunos en lo meramente material. Sobreponernos al hartazgo, a la estupidez inoculada desde las redes sociales y corrientes cada vez más organizadas. La solidaridad en la palabra y en lo correcto, esa forma de m ética cívica tan poco de moda. Con este agridulce sentimiento despido el año que muere y saludo al que nace, con la sorna marinera del gran poeta de la bahía, mi maestro no sólo de versos, Rafael Alberti: “Y no es que no quiera ir,/es el no saber si el irme/ es un volver sin partir”.