Llegan los neotalibanes, los linchadores de la Historia, los meapilas del espray justiciero; llegan los profetas de la rabia, los beatos que quieren ponerle un pin parental a las estatuas, a las crónicas, a los memoriales; llegan los jueces del grafiti para juzgar a los vivos y a los muertos, pero sobre todo a los muertos, que hoy están más vivos que nunca. 

Y así ha sido como Cervantes se ha dado de bruces con el cura y el bachiller de su Quijote, símbolos del oscurantismo buenista de su época, y no ha podido defenderse de la pureza, de la virtud de sus censores. Su estatua, efectivamente, amaneció el otro día grafiteada en un parque de San Francisco, bajo un árbol triste y burocrático, como si absorbiera los nutrientes no del suelo, sino de la portada chismosa y gris del BOE o de lo que tengan por allí los yanquis. Supongo que el ectoplasma de alguno de los malos poetas que Cervantes sacó en el Viaje del Parnaso se vengó de él. O quizá fue el fantasma rencoroso de Lope de Vega. O el espectro de Fernández de Avellaneda quien empuñó el espray, de un rojo dictatorial, para pintarrajearle al escritor la mirada y depositarle este simpático bisílabo bajo la golilla: “Bastard”. Hijo de puta, por traducirlo líricamente. 

Se ignora, especulaciones literarias al margen, quién le atribuyó a la madre del ilustre manco ese oficio poco honesto, aunque bastante más que el de los señores del FMI, dicho sea de paso; pero lo que está claro es que el tontitalibán de las pintadas no tenía ni idea de quién era Cervantes. Un humanista que nunca hizo daño a nadie. Un pobre hombre con la mala suerte del pobre. Alguien que, habiendo conocido el talego, el trullo, la ergástula, sabía qué era la libertad: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”, etc. 

Pero estos histéricos del espray, estos fanáticos de la damnatio memoriae confunden a Cervantes con un Hitler o un Pol Tot del Renacimiento. De modo que, si los gobiernos totalitarios persiguen a los disidentes, los meapilas ágrafos persiguen a las estatuas. Lo mismo les da, por tanto, la de un negrero que la de un defensor de los derechos humanos —diríamos hoy— como don Miguel. El caso es linchar la Historia, colgarla de la horca muda de su propia H, ajustarle las cuentas al pasado, a Colón, a fray Junípero Serra, a Cervantes, a Gandhi, a quien sea. Porque todos son unos fascistas. Unos genocidas. Unos colonialistas. Quizá si estos censores hubieran leído, no sé, a Fanon se habrían puesto un poco menos en ridículo. En efecto, Frantz Fanon —psiquiatra, anticolonialista y negro— ya advirtió a los melancólicos, a los que compiten por la palma del martirio: “¿No tengo otra cosa que hacer en esta tierra que vengar a los negros del siglo XVII? […] No tengo ni el derecho ni el deber de exigir reparación por mis ancestros domesticados. […] No, yo no tengo derecho a venir y gritar mi odio al blanco. No tengo el deber de murmurar mi reconocimiento al blanco”. (Piel negra, máscaras blancas, Madrid, Akal, 2009, p. 188).

Me repugnan los racistas, ya que todos estamos hechos de lodo amasado con lágrimas, pero también me repele el Ku Klux Klan del pensamiento unicelular, de la corrección política, esos daltónicos que no distinguen el ayer del hoy ni a Cervantes de una escoba. Basta ya de confundir el respeto con la gazmoñería; la tolerancia, con la permisividad; la libertad de expresión, con el derecho al odio. Y el culo, con las cuatro témporas.

Y, sin embargo, el deshielo antirracista surgido al calor de la muerte infame de George Floyd amenaza con dejar sin estatuas a todos los parques del mundo y a las palomas sin cuartos de baño. Muchos grupos, amparándose en una tradición de sufrimiento, pretenden hacerse disculpar sus brutalidades de hoy y hasta exigir una dispensa para sus venganzas, porque lo que están haciendo estos retropaletos no es justicia, sino venganza. Venganza estúpida, además, al juzgar la Historia con criterios morales del presente y meter en el mismo saco a Cervantes y a un esclavista holandés, pues ambos son europeos y, por tanto, opresores. 

Llegan los neotalibanes, los activistas del espray bravucón, los alcahuetes de la rabia y mancillan estatuas como si de ese modo suprimieran el racismo. No advierten que el racismo va más allá de cargarse un pedazo de bronce o de piedra. El racismo encubre un conflicto de clases sociales. Ahora bien, mientras se sacralice la lágrima y no el conocimiento, mientras exista el neoliberalismo y una escuela —ubicua y global en Occidente— que educa no para la libertad, no para la dignidad, sino para el mercado de trabajo, para el ocio alienante, para hacer del alumno “carne de la patronal” (Pierre Bourdieu), seguirá existiendo el racismo, esa variante de dominación económica. Y entre tanto frenesí iconoclasta, un loco de mármol en la Casa Blanca.