Mientras fallaban los cribados de detección precoz, al menos veintitrés mujeres recibían un diagnóstico de cáncer de mama. Así lo ha reconocido el propio presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla, según han recogido diversos medios de comunicación este pasado fin de semana. Veintitrés mujeres. Veintitrés diagnósticos. Veintitrés historias que podrían haber sido muy distintas si la sanidad pública andaluza no hubiera fallado donde nunca puede fallar. No son porcentajes ni estadísticas tranquilizadoras. Son vidas atravesadas por el miedo, la rabia y la incertidumbre. Son mujeres que confiaron en un sistema público que debía protegerlas y que, sencillamente, no llegó a tiempo. Y esa realidad, por incómoda que resulte, no se puede maquillar con discursos ni con cálculos electorales.
Moreno Bonilla se ha referido a este caso de una forma que ha generado una profunda indignación social. No solo por lo que dijo, sino por la forma, el lugar y el momento en que decidió hacerlo. Porque en política - y especialmente cuando se habla de salud y de cáncer - las formas importan.
Moreno Bonilla no dio explicaciones en el Parlamento andaluz, que es el espacio donde debe rendir cuentas ante la ciudadanía. No compareció para ofrecer datos completos, contrastados y transparentes. No miró a la cara a las mujeres afectadas ni a sus familias. Eligió hacerlo muy lejos de Andalucía, en Cataluña, a más de mil kilómetros, durante un acto de promoción personal de su libro.
Allí habló de que “algo más del 1% de las afectadas tiene la enfermedad”. Habló de cifras generales. Habló en abstracto. Como ha señalado la Cadena SER, no habló de mujeres concretas que hoy padecen cáncer de mama después de haberse sometido a una segunda prueba para confirmar el alcance de una lesión detectada en sus primeras mamografías. No habló del sufrimiento real que hay detrás de cada diagnóstico tardío. Y esa elección solo puede interpretarse como una profunda falta de sensibilidad.
Porque cuando se habla de cáncer, el lenguaje importa. Hablar de porcentajes sin poner rostro ni contexto al daño causado no reduce el impacto del problema: lo deshumaniza. Más aún cuando, en ese mismo contexto, Moreno Bonilla aludió al impacto electoral del caso. Explicó que la polémica había tenido consecuencias en las encuestas y que, posteriormente, esas cifras se habían recuperado. Una afirmación difícil de encajar para quienes conviven hoy con un diagnóstico que pudo llegar antes.
Mientras 23 mujeres afrontan un cáncer de mama detectado tarde, el centro de atención se desplazó hacia el coste político del escándalo. El foco pasó del daño humano a la recuperación demoscópica. Y ese desplazamiento no es menor, porque revela cuáles son las prioridades cuando se gestiona una crisis. No estamos ante un problema de comunicación. Es un problema político y, sobre todo, un problema moral.
Las mujeres afectadas demandan algo tan básico como imprescindible: verdad, respeto y responsabilidad. Reclaman que su sufrimiento no sea relativizado ni utilizado como un episodio más que cerrar en la agenda política.
La asociación Amama ha puesto cifras sobre la mesa que amplían el alcance del problema y que no pueden ser ignoradas: miles de solicitudes de información, cientos de expedientes abiertos, decenas de reclamaciones judiciales en marcha. Mujeres que no siempre figuran en los recuentos oficiales y que siguen esperando respuestas claras.
En este contexto, la cifra de 23 no tranquiliza. Al contrario: plantea dudas razonables sobre si el alcance real del fallo está completamente esclarecido. Y cuando hablamos de cáncer, la duda no es una cuestión menor. Es una carga añadida para quienes ya viven con miedo.
Todo esto ocurre, además, en una comunidad que sufre un deterioro continuado de su sanidad pública. Según datos oficiales y organismos independientes, Andalucía se sitúa de forma reiterada a la cola del gasto sanitario por habitante. En 2023 fue la comunidad con menor inversión sanitaria per cápita de toda España.
En 2024, según el Observatorio del Sector Sanitario Privado de la Fundación IDIS, volvió a ocupar el último lugar: 1.735 euros por habitante frente a los 2.146 de media estatal. Menos recursos, menos personal, más listas de espera y mayor presión sobre un sistema ya tensionado.
Los informes de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública refuerzan este diagnóstico: Andalucía ha ocupado en los últimos años los últimos puestos en valoración global del sistema sanitario, atendiendo a financiación, recursos humanos, listas de espera, gasto farmacéutico, privatización y satisfacción de los pacientes.
No se trata de un dato aislado. Es una tendencia. Y las tendencias tienen consecuencias. En este contexto, los fallos en los cribados no pueden analizarse como hechos puntuales y desconectados. Forman parte de un modelo de gestión que ha debilitado progresivamente la sanidad pública andaluza, priorizando el ahorro, la externalización y el relato político por encima del refuerzo estructural del sistema.
Sin embargo, cuando el sistema falla, la responsabilidad política se diluye. Se apunta a errores concretos, a servicios específicos o a decisiones técnicas. Pero rara vez se asume una responsabilidad de conjunto. Y cuando algo funciona - aunque sea de manera parcial - no faltan los discursos triunfalistas ni la foto institucional.
Lo más doloroso de este caso es la sensación de distancia. De falta de empatía. De un discurso político más preocupado por cerrar una crisis que por acompañar a quienes la sufren. La campaña “Soy afectada del cribado y sigo aquí” nace precisamente de esa ausencia: cuando las instituciones no miran, las víctimas se ven obligadas a exponerse para no desaparecer del relato.
Este caso no está cerrado. No lo está para las mujeres afectadas. No lo está para sus familias. Y no debería estarlo para la Junta de Andalucía. Porque no hablamos de un fallo técnico. Hablamos de una forma de gestionar lo público, de una manera de entender la política y de medir el impacto de las decisiones en términos de desgaste o recuperación electoral.
Moreno Bonilla puede hoy repasar encuestas y agendas públicas. Pero hay mujeres que viven con un diagnóstico que llegó tarde y con la certeza de que pudo ser distinto. Y eso exige algo más que porcentajes y discursos tranquilizadores.
Exige responsabilidad política. Exige una sanidad pública fuerte. Y exige recordar, sin eufemismos, que 23 mujeres con cáncer de mama no son una anécdota. Son una tragedia y una responsabilidad política que ningún gobierno democrático debería eludir.