Si algunos van de listos por la vida, Rajoy va de tonto silbando al paso alegre de la paz. Y ese encogerse de hombros, ese no saber nada, ese gesto de boberas sin arreglo con que se defiende de las preguntas de los periodistas, le funciona. Quizá no vaya a funcionarle tanto ante el juez si al final se hace justicia —eso que solo se ejecuta contra los que somos robaperas y okupas por necesidad; jamás contra los corruptos de blanquísimas cuentas en Suiza o contra don Fugitivo I de España y V de los Emiratos Árabes Unidos— y lo sientan a declarar.

A declarar, sí, y no porque Rajoy pasara del confinamiento durante el estado de alarma y saliera con su chándal insurgente y sus zapatillitas de Decathlon, de un azul tontorrón y estupefacto, a corretear por las calles de la urbanización mientras los demás nos recocíamos a fuego lento delante de Netflix o pedíamos una llave Allen a Amazon por pedir algo, por darnos un capricho y, de paso, por arruinar un poco más el negocio del último ferretero del barrio. Y luego nos quejaremos del oligopolio que van a montar CaixaBank y Bankia, un centauro financiero con cuernos de macho cabrío, olor a azufre y una insaciable caja registradora en el lugar del corazón. Aunque el peor oligopolio, Amazon, ya lo hemos aceptado, interiorizado, normalizado. Y que jodan los precarios, los temporales, los pequeños autónomos. Menos caprichos y más compromiso, peña.

No, a Rajoy no van a sentarlo en el banquillo por practicar deporte cuando debía estarse quieto y ejercer de lo único que saber hacer, o sea, de don Tancredo. Lo van a sentar por algo mucho grave, aunque es posible que todo quede en pólvora de salvas, en humo, en nada. Si ocurriera así, eso demostraría de nuevo —¿y cuántos más de nuevos hemos de aguantar para gritar de una vez ¡basta!?— que no solo hay partidos podridos, partidos tóxicos, partidos corruptos, sino que las que están podridas, intoxicadas y corrompidas son las mismas entrañas e instituciones del Estado, en este caso la Justicia.

Por si nos quedasen dudas, resulta que un informe policial de Asuntos Internos revela que el enigmático M. Rajoy, a quien nadie conoce en el PP, ni siquiera Bárcenas —el miedo produce alzhéimer como el marisco gota a los viejos reyes— estaba al tanto del menú que salía de las cocinas del PP. Pero, cuando se le pregunta, Rajoy solo balbucea a los micrófonos que él ya no es un personaje público. Que no sabe nada de la operación Kitchen, es decir, del espionaje a Bárcenas pagado con fondos reservados con el que se pretendía recabar y destruir toda la documentación incriminatoria contra el PP; entre ella, el famoso disco duro que acabó desapareciendo y en el que, según Villarejo, constaban “todas las grabaciones entre Bárcenas y el puto Rajoy hablando de toda la mierda”. Por no saber, Rajoy no sabe el inglés escolar suficiente, y aun así llegó a presidente —que tomen nota los ninis—, para conocer que kitchen significa “cocina”, y que esa cocina siniestra es la del siniestro PP.

Una cocina sucia, con las sartenes mugrientas y un hedor a aceite rancio que se endurece en el aire mientras una rata mordisquea en el plato los boquerones medio descompuestos que un camarero en chándal va a servir próximo cliente. Una cocina, en fin, que recuerda a algunas de las que visitaba Chicote en aquel programa que estaba más próximo a la rehabilitación de criminales culinarios que a la gastronomía de Brillat-Savarin. Lástima que el programa se acabara sin que Cospedal, otra experta en perrear con la corrupción, en enseñarle el liguero monjil y patriótico a Villarejo, en revolcarse en las cloacas, no hubiera llamado al cocinero para que les hiciese una reforma en Génova 13 y les ideara un menú sin gluten franquista, que ya va siendo hora de que en el PP se alimenten sano, variado y demócrata, si quiere sobrevivir.

Ahora bien, Rajoy no va a estar solo si el juez cumple con su obligación y le llama a declarar. Como millones de españoles, yo también me gastaré la pasta que no tengo enviándole un aluvión de SMS: “Mariano, sé fuerte”. Y luego le guiñaremos un ojo como hacía él cada vez que nos mentía.