Pasaba por ahí… y escuché un comentario que me hizo pensar. Me decían: “Fernando, ¿cómo es eso de que los gestores ‘celebramos’ el retraso de Verifactu? Hay empresas que han cumplido, que han invertido, que se han preparado… ¿y ahora qué? ¿Les penaliza haber hecho las cosas bien?”
Y tienen razón en plantearlo.
Así que voy a explicarlo con claridad: cuando decimos que celebramos el retraso, no estamos celebrando el retraso en sí. Celebramos que, por fin, se haya detenido una vorágine de ruido, presión e incertidumbre que estaba perjudicando a todos. Celebramos que se haya frenado un proceso que, lejos de aportar seguridad jurídica, la estaba destruyendo. Y celebramos que se haya puesto freno a interpretaciones que iban mucho más allá de lo que exige el legislador.
Celebramos que se haya pulsado el botón de pausa en un proceso que se había convertido en una carrera sin dirección, donde la información llegaba a trompicones, donde se generaron interpretaciones contradictorias —algunas desde la propia Agencia— y donde cundió la sensación de que todo el mundo estaba obligado, cuando la norma decía exactamente lo contrario.
Y mientras la norma era clara, algunas declaraciones públicas afirmaban justo lo opuesto, generando un clima de alarma que abrió la puerta a que ciertos actores hicieran un recorrido mediático irresponsable, llegando incluso a insinuar que la incertidumbre la habíamos creado los Gestores. Nada más lejos de la realidad.
Y eso provocó algo muy injusto: autónomos y micropymes comprando sistemas que no necesitaban, empresas asustadas por mensajes imprecisos y un mercado entero reaccionando a un clima de alarma que no ayudaba a nadie. ¿Cómo puede ser que mientras unos tratábamos de aclarar la norma, otros se dedicaran a amplificar la confusión? ¿Cómo puede afirmarse públicamente que todo era obligatorio cuando el Real Decreto 1007/2023 es cristalino respecto a que solo afecta a quienes utilizan sistemas informáticos integrados que procesan información contable?
Lo que celebramos, en realidad, es que se haya parado un desorden que no se podía sostener. Celebramos que tengamos un año para ordenar, aclarar y explicar. Celebramos que podamos dar a las empresas la tranquilidad que no han tenido en doce meses. Y celebramos, sobre todo, que se abra la posibilidad de recuperar la honestidad y la transparencia que este debate necesitaba desde el primer día. Porque si algo estaba fallando, no era la norma, sino la forma en que se estaba comunicando —y comercializando— lo que la norma no dice.
Ahora bien: eso no borra el hecho de que hay empresas que han actuado con responsabilidad, han invertido y han cumplido. Es comprensible que sientan cierta frustración. Y tienen todo el derecho del mundo a reclamar que, cuando se legisla o se comunica, se piense también en quienes hacen las cosas bien desde el primer día.
Pero es igual de cierto que lo peor que podíamos hacer era seguir alimentando un proceso que había perdido el rumbo. No había que mirar hacia otro lado: había que actuar, poner orden y frenar un daño mayor.
Pero, siendo sinceros, ¿qué era peor? ¿Seguir alimentando una cadena de confusión, presión y costes injustificados? ¿O parar y poner orden, aunque el parón llegue tarde para algunos? Nosotros preferimos la segunda opción. Porque para avanzar, primero había que mitigar el ruido.
Los gestores administrativos lo teníamos claro desde el primer día: sabíamos perfectamente quién debía acogerse y quién no, porque la norma es clara para quien la lea en silencio, sin ruido. Lo teníamos tan claro que abrimos un canal de consulta para responder caso por caso, para acompañar a autónomos, pymes y colegiados que no entendían por qué se les decía una cosa cuando el texto legal decía otra.
Y tampoco entendíamos —ni entonces ni ahora— ese “café para todos” que propugnaba alguno: “hay exclusiones, pero se recomienda que se aplique el sistema siempre”. Llegamos a escuchar exactamente eso.
¿Recomendar como universal lo que la ley excluye de forma expresa? ¿Imponer indirectamente una obligación que no existe? Ese es el origen del problema: cuando se coloca la recomendación por encima de la norma y el miedo por encima del criterio jurídico.
Lo que no ha sido claro —y ahí está la génesis de todo este embrollo— es el mensaje que se trasladó a la opinión pública. Mensajes que en ocasiones parecían suplir al legislador, ampliando obligaciones que no existen y dando por hecho un alcance universal que no figura en ninguna parte de la norma.
Pero necesitamos que esa claridad la tengan también la Administración, el mercado y quienes comunican.
Y necesitamos también que quienes han contribuido al ruido asuman su parte de responsabilidad. Porque preguntarnos quién es el responsable de todo esto no es un ejercicio de reproche, sino de honestidad. No se trata de señalar al mensajero —nosotros—, sino de revisar quién trasladó información que no estaba en la ley, quién confundió obligación con recomendación, o temor con necesidad.
Por eso apoyamos el parón. Porque este año no es un regalo: es una oportunidad para hacerlo bien. Para que no se repita un proceso lleno de prisa, presión e incertidumbre. Para que las empresas que cumplen no vuelvan a ser las que pagan la factura del caos.
Para que la AEAT ejerza su función sin exceder la del legislador. Para que las empresas tecnológicas que han hecho un tour mediático entiendan que no todo vale. Para que cese el ruido y podamos escuchar la opinión de todos. Para que dejemos de matar al mensajero y empecemos, de una vez, a reconstruir la confianza desde la transparencia y la verdad.
Pasaba por ahí… y me pareció importante dejar claro qué celebramos, y qué no. Y, esta vez, también por qué.