Este 25 de noviembre ha sido el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. En diversas ciudades españolas y del mundo, como Madrid, Barcelona, Cádiz, Bilbao, Sevilla, Valencia, Málaga, Santiago de Compostela, o Palma de Mallorca, se han celebrado manifestaciones por este motivo.  En las redes sociales, verdadero medidor y válvula de escape donde sondear las tendencias de nuestra contemporaneidad, se ha leído toda clase de eslóganes, frases y reflexiones, así como las reacciones contrarias, de reductos machistas que siguen alentando los comportamientos sexistas, violentos e incluso feminicidas contra la mujer, prueba evidente de que no se puede bajar la guardia.  

La inclusión, cada vez mayor, de los hombres en el feminismo como un movimiento de liberación y justicia, no sólo de la mujer, sino también de los hombres que, como consecuencia de esta tradición secular han sido castrados en su ternura, en su capacidad de manifestar emotividad o disfrutar de ámbitos como la paternidad o las relaciones en igualdad, serán cruciales para seguir en el buen camino.  Desde sectores y voces muy autorizadas en la lucha feminista, comienza también a cobrar peso la necesidad de empezar a tener una actitud autocrítica sobre el propio movimiento, para no caer en una autocomplacencia peligrosa, ni en un amarillismo superficial de pancarta. Decidir la dirección de esta verdadera revolución contemporánea, en la que no se puede sustraer tampoco de la realidad social en la que los estudios alarman de pasos atrás en los adolescentes y jóvenes de hoy que vuelven a comportamientos machistas y sexista, con sus parejas, o con manifestaciones tan aberrantes como la de la infame “Manada”. En esta cuestión el peso de la pedagogía y la claridad de la ley, que a veces y según quien la interpreta e imparte es tibia, son fundamentales.

Hay una violencia silenciosa, histórica, sobre la que no se ha puesto atención, y sobre la que quiero incidir con este motivo. Me refiero al velo de ocultación y silencio que en el mundo de la cultura en general, y  literario en particular,  se ha echado sobre las grandes figuras de la literatura. Desde Gabriela Mistral, que fuera fundamental en la educación y formación poética de Pablo Neruda, pero con una obra autónoma e importantísima que le valiera el Premio Nobel de Literatura, a nuestra Teresa de Ávila, la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, Carolina Coronado, Emilia Pardo Bazán, entre otras muchas, hasta hoy. Salvo una iniciativa de educación en la Junta de Andalucía, que ha propuesto incluir a todas estas autoras, las escritoras del 98 y el 27, de la posguerra, y el 50, etcétera, en paridad con sus contemporáneos varones, las aulas y las Universidades siguen estando casi igual que décadas atrás cuando la mujer, ocupaba el espacio de la excepcionalidad en la cultura, o el papel de “Musa”.

Recordemos que, en España, por ejemplo, no fue  hasta el año 1979 cuando ingresó en la Real Academia una mujer, escritora, y no sin toda clase de obstáculos y cortapisas. Por supuesto que me refiero a la poeta murciana Carmen Conde. Fue la letra “K” del sillón que ocupó en la vestustamente machista hasta entonces Real Academia Española.

Carmen Conde, que como Vicente Aleixandre, su gran amigo, fue una de las sufridoras de los exilios interiores de posguerra, fue fundamental como mentora de las nuevas generaciones de poetas, con especial dedicación a las escritoras, y pionera no sólo en su entrada en la Academia sino, también, en poner el prisma en la condición creativa de las mujeres y su papel como intelectuales. Sobre este asunto argumentó Francisco Javier Díez de Revenga, catedrático de Literatura Española de la Universidad de Murcia: "Carmen era una referencia en la posguerra. La RAE le perjudicó. Tuvo una etapa final de decadencia, pero sus libros de los años cuarenta “Ansia de la gracia” y “Mujer sin Edén” están a la altura de los de Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso". Fueron estos dos poetas los que propusieron su candidatura para la Real Academia Española, frente a la de Rosa Chacel. Finalmente, aunque quizá ya un poco tarde porque su enfermedad le impidió disfrutar del reconocimiento, incluso algunas intelectuales vinculadas al Partido Comunista, que fue feroz con su nombramiento, acabaron reconociendo su labor. Carmen Conde, es un testimonio vivo de un ser humano en tiempos sombríos, los de la durísima posguerra, en los que ser mujer, escritora y comprometida era un “plus” de dificultad para salir adelante con dignidad y coherencia; ella, entre otras, puso los cimientos del progreso para esas mujeres y hombres de hoy que, a menudo, desconocen a sus antecesoras. Valga éste, también, como uno más de los merecidos reconocimientos, y un punto de luz para iluminar formas de violencia contra las mujeres, incluso en ámbitos de la educación, la cultura y la pedagogía.