Nos abruma, cada vez más, la magnitud de un mundo dividido y enfrentado, un mundo a nivel de pueblos,  de relaciones humanas y  de proceso interno de cada uno. Los territorios,  las lenguas, las razas,  las políticas, las culturas y las religiones son relativas, en tanto que la dignidad humana, como categoría de valor,  es absoluta en cualquier lugar, tiempo o circunstancia.

No hay lugar para el engaño. La crisis  se llama hoy capitalismo  porque es puro efecto de él. El capitalismo es alienación estructural e ideológica, opera en todas partes y por todos los poros intenta filtrarse y moldearnos a su imagen y semejanza, y acabamos participando, en mayor o menor medida, de su cinismo.

No podemos olvidar  que, primero de todo, somos personas con una dignidad, derechos y valores universales y, por tanto, irrenunciables,  en cualquier lugar, cultura o país del mundo. Las fronteras, las lenguas, las culturas y  religiones son relativas,  no así la dignidad de la persona, que nos  hace acreedores en todas partes a obrar como tales y a que se nos acoja y respete.

Jamás hechos, circunstancias o notas accidentales  pueden eclipsar  lo esencial, que es la vida. Y lo esencial afirma que, frente a la realidad pequeña de la patria,  del territorio, de la lengua, de la cultura, de la religión, de la política, de los Estados, está la realidad grande, superior a todas las otras, de la persona.

Mi patria universal es la dignidad de la persona. Mi lengua universal son los derechos humanos.  Mi religión es la que me religa a todo ser humano, me lo hace otro yo y me hace tratarlo  como yo quiero que me traten a mí.  Mi sangre y mi ADN universales me identifican  con la sangre y ADN de todos los humanos, con sus anhelos de justicia, de libertad, de amor y de paz. Mi ciudadanía es planetaria, no disminuida en ninguna parte, y brota de mi ser humano  como la de todos los demás.

Los credos particulares quedan relegados a un segundo lugar.  Todos somos, por encima de una u otra religión,  raza,  cultura,  condición social o  sexual, personas y, si personas, iguales; y, si iguales, hermanos. Y, si hermanos, ciudadanos del mundo entero. Y, si ciudadanos del mundo entero, hijos de un único Dios, Padre y Madre de todos.

Las razas son relativas. Las religiones son relativas. Las lenguas son relativas. Las patrias son relativas.  Las culturas son relativas.

Nadie elige el lugar donde nace ni las personas con las que vive. Ambas cosas, nos son dadas. Un hecho, por tanto,  accidental y sobre el que nadie puede  enorgullecerse o menospreciarse. Pero, es cierto que el nacer en uno u otro lugar conlleva ser ciudadano de ese lugar y ser conocido con el nombre de dicho lugar. Y, en consecuencia , la convivencia  de cuantos cohabitan en ese lugar supone construir un patrimonio  con  lengua, cultura y costumbres propias.

La dignidad de la persona, con sus propiedades y derechos, no es accidental, sino esencial y, por lo tanto, universal.  Tal dignidad personal confiere a todos un sitio en todo lugar y cultura, nos proporciona una identidad común, que está por encima de la identidad más relativa y pequeña de nuestro  lugar de nacimiento y cultura.

La historia nos muestra el curso de los pueblos .En esa historia, nos encontramos con los dos hechos descritos, el   accidental en el sentido de que los nativos han nacido allí sin elegirlo y han elaborado una determinada cultura; y el esencial en el sentido de que todos los cohabitantes del lugar, nativos o foráneos, son personas y   los hace reconocerse idénticos.  El problema siempre ha estado en no saber correlacionar lo esencial con lo circunstancial,  y lo personal con lo nacional.  Lo personal es universal,  lo nacional   es particular.

Desde este prisma de lo esencial y lo accidental, cabe formular algunos principios:

  • Los nacionalismos suelen demostrar incapacidad para compaginar lo que es  esencial  con lo relativo, lo  personal con lo nacional.

  • Cuando se sobrevalora la particularidad  del lugar y cultura propia,  pasa a un segundo plano lo esencial y entonces se exagera    lo accidental , incurriendo fácilmente  en la tentación de menoscabar y destruir la dignidad y derechos de otras personas y pueblos. Es entonces cuando el  nacionalismo se convierte en barbarie.

  • En el fondo, esa barbarie se alimenta de sentimientos que idolatran lo accidental con olvido de lo  esencial de la convivencia. Los nacionalistas albergan en su mirada  lo propio de su mundo  particular y esa  mirada se convierte  en excluyente y fanática, renunciando a reconocer la dignidad de todos los ciudadanos como personas.


 

Cuando se produce esta renuncia aparece delirante el proyecto nacionalista, que quiere implantarse sin el respeto prioritario de  la persona y sin el subordinado de la  diferencia particular.

La historia de los nacionalismos resulta casi siempre  la historia de una degradación ética sobre la correlación de lo personal y circunstancial, de lo  principal y secundario. Una historia repetitiva de la que no se libra ningún nacionalismo, que se centra en negar a  los diferentes, se los quita de en medio, para que allí, donde están ellos, no queden más que ellos.

Los nacionalistas niegan el derecho a la existencia de los diferentes, marginan y discriminan, niegan la pluralidad cultural,  siembran hostilidad, provocan  sufrimientos y acaban siendo recordados en la historia por sus  injusticias contra  la dignidad de otras personas.

El capitalismo en el trasiego incontenible de unos pueblos con otros   ha globalizado las mercancías, el comercio, los mil bienes que la humanidad crea y ha sabido hacerlo  con un sistema que garantice el logro de sus objetivos: la apropiación del capital y el incremento de sus ganancias y beneficios con el menor esfuerzo posible.

No se ha dado paralelamente la globalización de la dignidad humana y sus derechos, haciendo que los Estados, las instituciones internacionales y los poderes financieros se constituyan y articulen para lograr satisfacer las necesidades básicas de todos los seres humanos, eliminando el cruel panorama de una desigualdad que  oprime y atormenta a más de  3/ 4 partes de la humanidad.

Lo descrito es causal y se debe a que en el  ordenamiento    económico-político, rige la ley del más fuerte, del  egoísmo y del dinero, del racismo y de la prepotencia, de la desigualdad y de la injusticia, y no del Derecho,  del Amor, de la Justicia, de la Solidaridad, de la Igualdad y Fraternidad universal.

El principio,  de que el “hombre es hermano para el hombre “ se cambió por el de que “es lobo”.  El capitalismo cínico degrada a la persona a la condición de mercancía y, entonces, se la puede vender o comprar como una cosa más: no vales por lo que eres (persona), sino por lo que tienes  (dinero). El dinero es el dios al que se sacrifican vidas y pueblos enteros, jugando muchas veces de  oficiantes en el altar y  ceremonia los nacionalismos.

Benjamín Forcano es sacerdote y teólogo de la Liberación