Hace muchos años, cuando era una niña, hojeando un libro en casa llegó a mi vista una frase que nunca olvido, y que me parece de lo más elocuente: el gusano de un rábano se cree que el rábano que habita es el mundo entero. Es obvio que para ejercer un mínimo de libertad de pensamiento y de espíritu crítico es necesario salir del rábano de los esquemas obsoletos, de todo tipo, con los que se nos adoctrina. Por eso viajar es tan importante. Goethe afirmaba que viajar es la manera más efectiva de cultivar el intelecto y el alma, aunque, como bien me ha dicho muchas veces mi madre, viajar no es hacer turismo, sino absorber otros esquemas, otras culturas y otros paradigmas; porque la variedad y la diversidad son cultura, y la unicidad es catetez y zafiedad.

Y es saliendo del “rábano”, es decir, del país propio, o de la propia zona de confort, física y sobre todo mental, cuando se pueden tener términos comparativos y, probablemente, dejar de considerar como ciertos datos y esquemas que nos creemos, sin cuestionar, como dogmas de fe. Porque vivir retirándose de la mirada las orejeras que ponen a los burros para que sólo vean en una dirección, nos lleva a hacernos conscientes, inevitablemente, de las grandezas, y también de las miserias, de las mezquindades y de las carencias con las que convivimos. Podríamos hablar sobre ello durante horas y horas, pero simplemente es fácil percibir, si nos comparamos con Europa, faltas tan grandes como la escasez de cultura democrática, la falta de respeto al bien común, o la soberbia de creernos el ombligo del mundo. O el cotilleo impenitente; o la envidia, ese terrible y tan extendido defecto nacional, que proviene casi siempre de la mediocridad.

Ni qué decir del desprecio y el abuso de los animales en este país nuestro que es, a todas luces, tan torturador. Para vergüenza de los que nos sentimos personas mínimamente cultivadas y civilizadas, seguimos soportando las corridas de toros, las torturas y muertes de animales en fiestas y festejos, y un desprecio inhumano hacia esos seres que, como decía Milan Kundera, son el mayor objeto de muestra de la moral humana, porque son vulnerables y están en nuestras manos. Y peor que eso, vanagloriarse de ello.

Se ha hablado mucho del llamado “problema español” para definir una idiosincrasia que, a todas luces, es bastante particular, y seguramente es producto de muchos siglos y de determinadas circunstancias políticas, culturales y religiosas que impregnan nuestro pasado. Un pasado de Inquisición, de opresión y represión, de tortura animal, eso que llaman fiesta nacional, y que, como dice Miguel Bardem, “ me trae resabios de puro y mantilla, de militares y curas; del tufo de la España franquista”. Un tufo en el que, es evidente, seguimos inmersos; es una especie de bucle que sigue alimentando diversos “tics” de esa idiosincrasia que sigue imperando en muchas estructuras de nuestro Estado, y sobre todo, en la inconsciencia colectiva.

Y no es nada nuevo, sino algo histórico. El 4 de febrero de 1911 Manuel Azaña, que ya era Doctor en Derecho, pronunció, en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares, una conferencia, con el título “El problema español”, con la que se adentró en los problemas que acechaban a los españoles de la época (no muy distintos a los actuales), y cuyo objetivo principal era, según sus propias palabras, “persuadir a nuestros conciudadanos de que hay un país que salvar y rehacer por la cultura, por la justicia y por la libertad”; más de un siglo después, la tarea sigue pendiente. El gran Antonio Gala se adentró en el asunto, y en su reflexión histórica El pedestal de las estatuas (2007) afirma que el gran problema de España proviene de los treinta años del reinado de los reyes católicos (finales del XV y principios del XVI), en el que dieron pleno poder a la Iglesia de Roma, que, ávida de las riquezas del llamado Nuevo Mundo, convirtió a España en su feudo principal, hasta nuestros días. Una tesis con la que estoy totalmente de acuerdo.

Sea como sea, probablemente otro gran problema patrio sea un narcisismo exacerbado (patriotismo) que hace que seamos incapaces de reconocer nuestras grandes miserias; algunas de las cuales siguen convertidas, casi de manera infantil, en grandes gestas épicas que se celebran, con gran bombo y platillo, todos los 12 de octubre. Seguimos celebrando y exaltando el gran expolio y genocidio que cometimos a partir de 1492 en América. Aunque es entendible que el gran orgullo patrio quedaría muy perjudicado si se admitiera la verdad histórica. Los EE.UU. pidieron perdón a las culturas nativas americanas. ¿Aquí pedir perdón por algo?  Sobre todo los patriotas,  nunca jamás. Nada de culpa, nada de arrepentimiento, nada de conciencia, nada de perdón. Lógicamente, en Latinoamérica se celebra cada día más el Día de la Resistencia Indígena.

Parafraseando a Ortega y Gasset, nuestras convicciones más arraigadas y más indubitables son las más sospechosas. Ellas constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra peor prisión.