A estas alturas, Greta Thunberg, más que la virgen verde del planeta, es una activista del Hola. Acapara portadas, reportajes, una geometría voraz de micrófonos; los periodistas le hacen la moviola a sus declaraciones, las comentan, las disecan en Twitter; las camisetas multiplican su cara un poco mineral e inquietante, como de capitel románico, y hasta dicen que Sabina va a componerle una canción. 

Greta Thunberg, en fin, llega hoy a Madrid desde Lisboa, a la que José Cardoso Pires le dedicó un libro irónico y reverencial (gracias, maestro), y los chicos del Hola, que lo saben todo, no saben si la rockstar climática vendrá a regañarnos en tren o a lomos de un burro de Talavera, que es más ecológico. Sea como fuere, Greta Thunberg se presentará como un sheriff con acné a sacudir los sermones calcificados de los gerifaltes de la Cumbre del Clima, que andan fingiendo salvar el planeta en Fort Apache, digo en Ifema, entre discursos de bazar y menús redichos de los hermanos Roca. 

Y es que después de veinticinco años insistiendo en las mismas monsergas, en las mismas canciones de cuna, duérmete, niño, duérmete ya, etc., nadie espera nada del nuevo cónclave. Pues de todas estas reuniones siempre sale una fumata blanca que se convierte en negra cuando cada político se afloja el nudo tullido de la corbata y regresa a seguir contaminando su corral. O a darle directamente un portazo al Acuerdo —más bien, Desacuerdo— de París, como Trump. Que lo de la crisis climática ya es un tema más de consumo. Algo para matar el tiempo, como hablar de Rosalía o del colesterol. 

En efecto, cualquiera con dos milímetros de frente sabe que, si de verdad queremos salvarnos a nosotros mismos y a las demás especies, tanto o más que reducir las emisiones de CO2, urge acabar con lo que las provoca: el neocapitalismo y su vulgata consumista. Esa que te alienta esquizofrénicamente a derrochar y a ahorrar a la vez. A esquilmar el planeta y a vivir como un monje. Cómo sobrevivir sin crecimiento económico —eso del crecimiento sostenible es un oxímoron— debería ser el asunto principal de la Cumbre del Clima, como ya lo es para algunos economistas a los que no invita a su logia el FMI

Pero los santos padres del Ifema no hablarán de ello, claro, que les interesa más probar nuestros endémicos churros con chocolate que salvar los arrecifes de coral. Greta Thunberg tampoco hablará de detener el crecimiento económico, que bastante ocupada andará la pobre presidiendo hoy pancartas bajo el cielo de calderilla azul de Madrid. 

¿Y los ecologistas? El ecologismo auténtico murió hace décadas. Lo devoró la gran ballena blanca de la política. Por su parte, los periódicos, que una vez tuvieron voz propia, hoy apenas son sicarios del poder. De ahí que se entreguen a canonizar la ortodoxia económica, a justificar a sus señoritos y a incluir sin recato publicidad de multinacionales de hidrocarburos, de compañías aéreas baratas, de cruceros —un solo crucero contamina lo que 12.000 vehículos—, mientras en sus editoriales se desgañitan hablando de sostenibilidad. 

Nada va a hacerse para evitar la hecatombe climática, a pesar de lo que canten las chicharras políticas en esta nosecuantésima Cumbre del Clima celebrada en Madrid. Entre otras razones porque no sale rentable desde el punto de vista económico. Salvar al cincuenta, al ochenta por ciento de la población mundial, ¿para qué? 

No obstante, nuestro deber es ser optimistas. Positivos, como dicen los cursis. Porque no todo será malo en el aquelarre medioambiental, en las misas negras del CO2. Las farmacéuticas se relamen ya con el aumento de las temperaturas, que se traducirá en más casos de diabetes y en mayores enfermedades de origen tropical. Quizá la isla de Tenerife desaparezca bajo el mar, pero al menos nos quedarán las chirigotas de Cádiz. Y es que, a pesar de las lágrimas de papel cuché de Greta Thunberg, aún hay esperanza. Lo han dicho, lo van a decir los santos padres del Ifema. Ya verán.