Cuando la condesa de Bornos y de Murillo, la sin par Esperanza Aguirre, prometió a González el gobierno de la Comunidad que ella rigiera, le dijo que se aliñase y compusiese para ir a ser su presidente porque sus criados y vasallos le estaban esperando como agua de mayo. 

El hombre del mechón blanco –que así se le conoce por el que adorna su nuca- habiéndose recuperado del ofrecimiento que se le hacía se humilló ante la condesa, y le dijo: -¿Qué grandeza es mandar en esta Comunidad y qué dignidad gobernar a todos su habitantes que, a mi parecer no había más y mejor en toda la tierra?

-Mirad, amigo Ignacio –respondió la condesa-, yo no puedo dar el cielo a nadie; que a sólo Dios está reservada esta gracia. Lo que puedo dar os doy, que es una Comunidad hecha y derecha, y sobremanera fértil y abundosa, donde si vos os sabéis dar maña podéis con la riqueza de la tierra granjear las del cielo.

-Venga esa Comunidad –respondió González- que yo pugnaré por ser tal presidente que conquistaré el cielo, y no será por codicia ni de levantarme a mayores, sino por el deseo de probar a qué sabe el ser presidente.

En éstas estaban, cuando llegó don Quijote, y sabiendo lo que pasaba, con licencia de la condesa, tomó a su escudero por la mano y se fue con él con intención de aconsejarle cómo había de hacer su nuevo oficio.

-No atribuyas a tus merecimientos la merced recibida –empezó la plática el ingenioso caballero- y está atento a este mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones. Haz gala de la humildad de tu linaje y préciate más de ser modesto virtuoso que pecador soberbio.  Si acaso viniere a verte alguno de tus parientes, no lo deseches ni le afrentes; antes le has de acoger y agasajar; que con esto satisfarás al cielo. Nunca te guíes por la ley  del encaje –prosiguió don Quijote-, que hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre que las informaciones del rico. Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Ignacio, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados y tu felicidad indecible.

Señor –respondió el del blanco mechón- bien veo que todo cuanto vuestra merced me ha dicho son cosas buenas, santas y provechosas; pero ¿de qué han de servir, si de ninguna me acuerdo?

Y así acaeció; que no acordándose de nada, por falta de memoria o de voluntad, hizo todo lo contrario de lo que su amo le aconsejó, de tal manera, que sus días podrán ser luengos y su fama eterna, pero nunca en la forma que hubiese preferido don Quijote.

En cuanto a la condesa de Bornos y de Murillo, la sin par Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, anda tan dolida por lo acontecido que los que tienen acercamiento a ella dicen que, desde el alba al ocaso, musita sin cesar: “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra deslealtad” y que, en diciendo este galimatías, se dirige a la fuente que adorna el patio de su palacio y le da golpes con inusitada fuerza a cualquiera de las ranas que la embellecen.