Sergio Ramos es el Bolsonaro de La Moraleja. Un arboricida. Un hater de la fotosíntesis. Un enemigo de la encina que elogió Virgilio. Sergio Ramos practica una especie de kale borroka contra los chopos hogareños, contra los pinos románicos, contra cualquier especie vegetal que le estorbe, y a golpe de bulldozer y motosierra Black & Decker, se acaba de cargar un montón de árboles que abrían sus ramas centenarias como el fusilado de Goya los brazos en el cuadro del Dos de mayo.
Sergio Ramos ha pasado de leñero a leñador. Sergio Ramos es el Bolsonaro de La Moraleja, como decíamos. Solo que, en lugar de la jeta cubista y pastosa del genocida medioambiental brasileño, el mozancón andalú gasta pelo relamido de niño nenuco y barbita milimetrada de catequista hípster, todo él primorosamente atildado, como un gentleman de aldea en un concurso de las fiestas patronales, donde gana quien más pinos derribe a cabezadas.
Y es que el capitanazo ha talado ilegalmente no uno, sino alrededor de ochenta árboles de su finca para construirle una mansión de pladur y chocolate a Pilar Rubio en La Moraleja, un barrio de Alcobendas donde van a desaguar las actricillas de silicona millonaria, los escualos de corbata y American Express y otras especies raras que no catalogó Linneo.
El Ayuntamiento de Alcobendas, al enterarse del arboricidio, le ha impuesto a Ramos la calderilla de una multa de 250.000 euros, que es más o menos lo que el Bolsonaro hispalense gana por anudarse los cordones de las botas, y lo ha condenado a plantar el triple de árboles que ha cortado. No sé. Sorprende que a un pirómano lo entrullen por quemar una hectárea de bosque, lo que me parece muy bien, y a este futbolero, que ha exterminado casi un centenar de árboles, aunque sin arrimarles gasolina, solo le impongan una sanción municipal y no penal. Y más teniendo en cuenta que las encinas, que los pinos como cariátides verdes eran los únicos seres racionales allí, los últimos discípulos de Platón en un mundo cada vez más cavernario y digital (valga la redundancia).
El árbol, precisamente porque es un señor mucho más inteligente que Sergio Ramos, simboliza la unión de la tierra y el cielo. Los diez sephirot de la cábala hebrea, por ejemplo, se reparten en un árbol. El árbol está también en el jardín de las Hespérides y en la iconografía cristiana y musulmana. Es el eje del mundo. La representación de lo inconsciente (las raíces), de lo racional (el tronco) y de lo superior (la copa).
Pero a juzgar por los comentarios que menudea en Twitter (“¡A tope de power!” y cosicas así), Sergio Ramos no conoce las Upanishads, que deben de sonarle a la transcripción de un estornudo en sánscrito, donde se habla sacramentalmente del árbol. Sospecho que tampoco conocerá la palmera mozárabe que ilustra el Beato de Liébana, y quizá ni se habrá enterado de la alopecia del Amazonas causada por Bolsonaro, su colega en las tareas arboricidas. Tampoco debe de tener muy clara la relación entre la lluvia y los árboles. Normal, pues el pobre anda abducido echándose fijador en el pelo, blanqueándose la piñata, embadurnándose de tatuajes, pateando un balón y, sobre todo, talando encinas centenarias, talando encinas centenarias, talando encinas centenarias. Como si se hubiera tragado la obsesiva máquina de escribir de Jack Torrance en El resplandor.