Noviembre es un color pardo de castañas y una luz de membrillo. Noviembre es también la última oenegé del año. La última, en efecto, que nos mete en la despensa unos frutos antes de despedirse invierno arriba. Membrillos, castañas, higos, nueces, toda esta generosa y plebeya calderilla nos hace un poco más sobrios y austeros. Y bien está, que lo más difícil de aprender es siempre lo sencillo.

Estoy solo en esta casa y casi solo en este pueblo del viejo reino de León. Al amor de la lumbre, mordisqueo el sabor románico de un higo, mientras leo las Epístolas de Horacio. El maestro del beatus ille se nos presenta en esta obra como el primer apóstol del decrecimiento, que es la única manera de burlar la monótona y perniciosa economía de urraca de Wall Street. “No desee más quien ya tiene lo suficiente”, recomendaba el poeta veinte siglos antes que Serge Latouche. Pienso que la decadencia de Occidente, con permiso del cejijunto Spengler, es el tránsito del sycon, de nuestro higo seco y patrimonial, que es lo que ingería Sócrates, al aguacate exótico y tropical, que es lo que lleva Miley Cyrus tatuado en un brazo. Y así les está yendo a los campesinos de Chile y México. Aquellos se mueren de sed; estos, de ráfagas de Kaláshnikov; ambos, del uso de agroquímicos. A los primeros Pinochet les privatizó el agua y hoy toda se va en regar el aguacate transnacional. A los segundos los asedian las mafias, que han adivinado en esta fruta un negocio más lucrativo que el de la marihuana.

Y eso que el aguacate no es más que una pera frustrada. Debajo de la piel árida, tiene una carnosidad fofa, como de limo, alrededor de un hueso monstruoso y egocéntrico, un huesarro que pagas a precio de oro. Pero hay que balar al son de las esquilas de moda sea como sea. Lo demuestra que incluso en la tienda de mi pueblo el aguacate desplaza a las castañas, a los higos, a las nueces, a la fruta de temporada. Y todo parece sugerir que continuará multiplicándose en nuestros menús gracias a los cocineros de pitiminí y a los apóstoles de la vulgata verde, que nos animan a legar a los gusanos un cadáver saludable y vitaminadísimo. Porque dicen, cuentan, chismorrean, proclaman que el aguacate es un superalimento, aunque no más que las acelgas. No obstante, bastó esta sospecha para que los norteamericanos lo devoraran como si fueran pipas en la pasada Super Bowl. Tan extendido está su consumo en el mundo, que Tim Gurner, el millonario australiano, asegura que lo que separa a un millennial de una casa propia es una tostada con aguacate. “Si te gastas cuarenta dólares al día en aguacates y café, jamás podrás comprarte una vivienda”.

El aguacate es el fruto de los dioses. El alfa y el omega de la alimentación. Jesucristo transformado en pulpa verde

Y en parte lleva razón. Sin embargo, lo ajusticiaron en el cadalso digital y analfabeto de las redes sociales. Bien decía Onetti que un tonto con fe es más peligroso que una bestia con hambre. A la gente no hay que varearle mucho sus prejuicios, sus selvas interiores, sus tópicos. Y Tim Gurner desdeñó esa prudencia. Ignoraba, claro, que el aguacate, el ahuácatl, ha descendido de los cielos precolombinos de Quetzalcóatl como un pentecostés de mantequilla verde para santificarnos y hacernos inmortales. Y que, como el Espíritu Santo, es poderoso y ubicuo. Puedes encontrártelo en los elogios infantiles de Gwyneth Paltrow, en una obra teatral de Tirso Calero, en las tascas de Lavapiés, en rebaños de camisetas, pijamas, bolsas y en más de cinco millones de entradas en Instagram. Es el fruto de los dioses. El alfa y el omega de la alimentación. Jesucristo transformado en pulpa verde. El que coma de mi cuerpo no morirá, etc.

Desgraciadamente, quienes sí cascan, fumigados por Monsanto y fulminados por las mafias, son los agricultores mexicanos, los mayores productores mundiales de aguacate. Y también agonizan los bosques y las mariposas monarca, que solo sobrevivirán, de seguir así, en las fotos de National Geographic. Esta producción compulsiva de aguacates —hasta 120.000 toneladas al mes en el estado mexicano de Michoacán— se está cargando el medio ambiente. Porque producir la inmortalidad no resulta barato. Se necesitan cien litros de agua, e incluso algunas muertes de propina, para ofrecerles un solo aguacate a Miley Cyrus y a los fanáticos de las dietas gilisaludables. Es posible que estos donfiguras no hayan leído ni a Horacio ni a Latouche, pero se comportan como si hubieran leído a fondo a Góngora. Aquel, ya saben, que dijo lo de ande yo caliente y ríase la gente. Pobre noviembre.