Como añoran los dirigentes de nuestra derecha, aquellos maravillosos tiempos en los que los capataces de los latifundios se paseaban al amanecer por la plaza del pueblo, señalando con una vara quien trabajaba aquel día, o lo que es lo mismo, que familia comía ese día. Los jornaleros esperaban con la cabeza gacha el toque mágico del capataz. La elección era tanto un alivio como una sentencia. No ser elegido suponía hambre, ser escogido esclavitud.

Uno quisiera pensar que aquellos tiempos han caído en el olvido y que no queda nadie que pretenda su regreso, pero no es así. La derecha tira al latifundio y a poco que les traicione el subconsciente se les dispara la lengua. El consejero de empleo de Castilla y León, militante de Vox después de toda una vida de cargos públicos gracias al PP, aseguraba esta misma semana que en su comunidad "no faltan trabajadores sino ganas de trabajar".

Mariano Venganzones, que así se llama el sujeto, hacía estas declaraciones para justificar cambios en la ley de extranjería que hagan casi imposible que los inmigrantes puedan entrar en nuestro país. Esta afirmación se enmarca en la campaña de Vox, especialmente virulenta en las últimas semanas, de criminalización de la inmigración. La excusa es relacionarlos directamente con un presunto aumento de delitos, pese a que los datos oficiales lo desmienten. Pero lo que refleja en realidad es un extendido pensamiento de la derecha española, que identifica a la clase trabajadora con la vagancia y con la necesidad de vara y escarnio en la plaza pública.

Miguel Ángel Rodríguez, que no quiere que la ultraderecha le coma un centímetro de terreno a su guiñol, se apresuró a escribir un discurso sobre el tema. Aprovechando la convención sectorial del PP sobre juventud, hizo que Isabel Díaz Ayuso leyera que lo que les pasa a los jóvenes (se entiende que de las clases menesterosas) es que "les falta cultura del esfuerzo" porque "lo tienen todo". Y esto lo dice Rodríguez precisamente cuando todos los expertos coinciden en que las sucesivas crisis económicas, unidas a los efectos del cambio climático, harán que, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, nuestros hijos vivan peor de lo que nosotros vivimos.

Lo más irónico de esta penosa campaña es que sus principales ejecutores siempre han vivido de cargos públicos, sin que se les conozca más mérito que tener amigos influyentes, identificarse con la personalidad de un perro o tener un gran aguante para el alcohol y experiencia en montar lujuriosas fiestas. Ahora que veo sus méritos por escrito, la verdad es que no se me ocurren personas más idóneas para identificar semejantes.