No siempre son las grandes reformas las que complican el día a día de las pequeñas y medianas empresas. A veces basta con un anuncio, una inspección más, un cambio aparentemente técnico, para que se active en cientos de negocios esa sensación de estar sometidos a una presión constante, creciente, difícil de manejar. Estos días, el Ministerio de Trabajo ha vuelto a recordar a los empresarios —especialmente a los más pequeños— que están bajo la lupa: más controles sobre los ceses en periodo de prueba, más vigilancia sobre las horas extraordinarias, y una posible revisión del marco del despido improcedente.

Nada que, sobre el papel, parezca desproporcionado. Son medidas que pretenden garantizar derechos laborales y evitar abusos. Pero conviene también mirar el otro lado: cómo se viven estas medidas desde el pequeño comercio, la empresa familiar, la asesoría de barrio, el bar con seis empleados o la tienda que apenas sobrevive tras una pandemia, una inflación y un alud de normativas.

El periodo de prueba, por ejemplo, se ha convertido en una figura de riesgo. La norma permite extinguir la relación laboral durante ese tiempo sin alegar causa, pero el anuncio de nuevas inspecciones apunta a un cambio de clima. Ahora se exige justificar, acreditar, documentar los motivos del cese. Y aunque no se diga de forma explícita, la carga de la prueba ya empieza a girar hacia la empresa. Para una gran compañía con departamentos de RR. HH. esto puede ser una tarea de gestión más. Para una pyme, es otra barrera, otra preocupación, otro motivo de inseguridad jurídica. Porque si no hay un protocolo de seguimiento del desempeño o una evaluación formal —algo que muchas pequeñas empresas simplemente no tienen medios para hacer— el cese puede ser cuestionado, incluso sancionado.

Pasa lo mismo con las horas extraordinarias. Nadie discute que hay que registrarlas, pagarlas y respetar los límites legales. Pero en el pequeño negocio, donde el margen es estrecho, donde los turnos se solapan, donde una baja o una urgencia puede cambiar la jornada de un día para otro, el cumplimiento no siempre es fácil ni lineal. El registro horario obligatorio fue, para muchos, una carga añadida más que una solución. Y ahora se anuncia que la Inspección de Trabajo intensificará su control. No porque haya un problema generalizado, sino porque se sabe que hay zonas grises, malas prácticas, vacíos. Y de nuevo, los que más sufren la presión no son las grandes estructuras, sino quienes tienen menos capacidad administrativa, menos soporte legal, menos músculo.

Y luego está la revisión del despido improcedente. Una figura ya bastante descafeinada desde la reforma de 2012, pero que el Ministerio quiere revisar para devolverle fuerza disuasoria. La lógica es comprensible: evitar que el despido se banalice, que se convierta en una herramienta de ajuste fácil. Pero en un contexto económico donde la contratación sigue siendo una apuesta con riesgo, donde las condiciones cambian cada mes, y donde se reclama simultáneamente estabilidad y flexibilidad, lo que puede parecer un refuerzo del derecho al trabajo también puede percibirse como una señal de alerta para quien contrata. Si despedir vuelve a ser más incierto o más costoso, si vuelve el miedo a equivocarse con una contratación, si la burocracia se multiplica, muchos optarán por no dar el paso. Y eso, en última instancia, tampoco beneficia al mercado laboral.

Esta es, en realidad, la gran paradoja que vive hoy la pequeña empresa. Se le exige más que nunca: cumplimiento normativo, transformación digital, sostenibilidad, perspectiva de género, control horario, formación, protocolos, registros, protección de datos, prevención de riesgos, responsabilidad social. Y todo eso con estructuras mínimas, con una persona para todo, con un gestor administrativo que hace malabares, con una asesoría que ya no da abasto. Y, sin embargo, cuando se habla de regulación o inspección, parece que todos los empleadores son iguales, que una pyme y una multinacional operan con los mismos recursos, las mismas herramientas, las mismas condiciones.

Por eso este tipo de anuncios —aunque técnicamente razonables— generan inquietud. Porque no vienen acompañados de planes de apoyo, ni de recursos para cumplir mejor, ni de un marco gradual de adaptación. Y porque muchas veces, cuando llega la inspección o la sanción, ya es tarde para explicaciones: no sirve de mucho decir que no hubo mala fe, sino falta de medios o de conocimiento. La responsabilidad se presume, y la desproporción entre lo exigido y lo posible se traduce en frustración.

Deberíamos avanzar hacia un modelo que combine exigencia con apoyo, control con acompañamiento, legalidad con sentido común

Esto no significa que no haya que perseguir los abusos, ni que debamos tolerar incumplimientos. Pero sí que deberíamos avanzar hacia un modelo que combine exigencia con apoyo, control con acompañamiento, legalidad con sentido común. Las pequeñas empresas necesitan saber qué tienen que hacer, pero también cómo hacerlo, con qué herramientas, con qué ayuda. Necesitan sentirse parte de una economía moderna, sí, pero también comprendidas en su fragilidad, en su esfuerzo diario, en su rol esencial como generadoras de empleo, de cercanía, de comunidad.

Porque cuando el marco normativo se vuelve demasiado exigente, demasiado incierto o punitivo, el resultado no es más justicia laboral, sino más miedo. Miedo a contratar, miedo a crecer, miedo a innovar. Y ese miedo no lo recoge ningún boletín estadístico, pero se palpa en cada conversación con un pequeño empresario que, sin decirlo del todo, empieza a pensar que quizá ya no compensa.

Ha llegado el momento de que el Ministerio de Trabajo mire más de cerca a las pequeñas y medianas empresas no solo como posibles sujetos fiscalizables, sino como aliadas imprescindibles para construir un mercado laboral más justo y sostenible

Por todo ello, quizá ha llegado el momento de que el Ministerio de Trabajo mire más de cerca a las pequeñas y medianas empresas no solo como posibles sujetos fiscalizables, sino como aliadas imprescindibles para construir un mercado laboral más justo y sostenible. Las normas son necesarias, las inspecciones también, pero para que el cumplimiento sea real y generalizado, debe ir acompañado de apoyo, formación, simplificación y diálogo. Porque cumplir la ley no debería ser una carga desproporcionada ni una fuente constante de incertidumbre, sino una meta compartida. Si de verdad queremos un tejido empresarial comprometido con el empleo de calidad, empecemos por construir también un marco regulatorio que les permita, sencillamente, cumplir sin ahogarse en el intento.

Pasaba por ahí. Y lo escuché más de una vez.