Mucho se ha hablado, se habla y se hablará de las consecuencias de la pandemia y de las medidas para tratar de atajarla. El confinamiento, primero, y los aislamientos parciales y las restricciones más tarde, van dejando un rastro del que es difícil sobreponerse.

Todo el mundo parece centrarlo en dos aspectos: la salud y la economía. Es más, la salud entendida como salud física y, en particular, como ausencia o presencia del coronavirus, como si el resto de padecimientos hubieran desaparecido como por ensalmo, salvo, en todo caso, para considerar a quienes las sufren personas de riesgo.

Sin embargo, las cosas no son tan simples. Hay algo muy alarmante que se nos está olvidando. Hablo de la salud mental. Y no solo me refiero a quienes ya padecían una enfermedad mental y la han visto agravada por las circunstancias o por la dificultad de terapia en estos tiempos, sino a quienes han visto debutar patologías psíquicas que antes no tenían o que ignoraban tener.

Leía en una noticia que el consumo de ansiolíticos y antidepresivos se ha disparado en nuestro país. No me extraña, con estos tiempos que nos ha tocado vivir. Si a mí me hubieran dicho hace apenas medio año que iba a pasar tres meses encerrada en casa y tres más sin poder dar un abrazo a mi madre entre otras muchas cosas, me hubiera vuelto loca de solo imaginarlo. Por fortuna, las personas tenemos una capacidad de adaptación y aguante que desconocemos hasta que nos vemos en situación.

Pero todo tiene un límite. Y todas esas cosas, sumadas a la incertidumbre de no saber cuándo acabará esto, dan lugar a muchas crisis, y no solo económicas. Personas con crisis de ansiedad, con depresiones o con cualquier trastorno mental que hasta ese momento no habían visitado a un psiquiatra, se enfrentan a sus propios miedos y a la incomprensión social que todavía gravita en torno a las enfermedades mentales.

Aunque no lo admitamos, aunque cada vez avancemos más, las enfermedades mentales siguen conllevando una carga de estigmatización de la que es difícil desprenderse. Cualquiera cuenta que se ha roto una pierna y tiene que tomar medicación y hacer rehabilitación con normalidad, pero contar que se está en tratamiento psiquiátrico es algo que todavía se dice en voz baja o, simplemente, se calla por miedo al qué dirán.

Tal vez por eso se hable poco de unos problemas psíquicos que cada vez son más evidentes. Recordemos que reconocer un problema ya es parte de la solución.