Pues nada, que el otro día descendió sobre la archipresidenta la paloma errante y teologal del Espíritu Santo, y Ayuso, muy animalista, la acogió en su santo seno. “Hágase en mí según tu palabra”, se arrobó y arreboló doña Isabel, como le enseñó el cardenal Osoro que convenía hacer y decir en tales casos.

Esta vez, la mensajera avícola no le anunció más privatizaciones en el hospital Niño Jesús, sino la utilidad de repartir un cartón plastificado para separar a los sanos de los enfermos de coronavirus, que es algo así como trasladar las clases sociales al ámbito de la salud.

El caso es que, una vez que el Espíritu Santo se marchó a disputar el pan corporativo y blanco que los viejos les echan a las torcaces en la Puerta del Sol —las palomas son las únicas personas que comen bien en Madrid—, Ayuso comenzó a salir de su éxtasis.

Aún le duraba cuando la vimos en la tele con ese oleaje vertical que ella le impone a su melenita cinematográfica de actriz de Cifesa, con esa boquita cortita y malhumoradita y, en fin, con esa mirada enorme que demasiado a menudo tiende al extravío y que por eso da un poco de miedo, pues es como si por los ojazos le fueran a salir los ojillos del Jack Nicholson de El resplandor, que es lo que no tiene Madrid, resplandor, claridad —sobran faroles y falta luz—, porque aquí vivimos en penumbra. Sobre todo, en penumbra sanitaria.

Y eso por más que la archipresidenta se inunde de sí misma y nos compare cada dos por tres el Ifema con El Escorial, cuando, más que un milagro, el hospital portátil fue una excusa para el medro de empresas privadas y un ejercicio de megalomanía, que solo faltó Felipe II rodando el documental en Super-8.

Fue propaganda, entre otras razones, porque a pesar de describirlo como “el hospital más grande del mundo” (Ayuso dixit y redixit), no albergó más camas que La Paz o que el Gregorio Marañón. Y porque su éxito se cifró en que allí se enviaban, mayormente, a enfermos leves. Todos ellos, graves y leves, pudieron haberse distribuido entre los más de treinta hospitales de la región, pues muchos de estos estaban preparados. Pero eso habría sido poco o nada fotogénico, aunque, eso sí, nos habríamos ahorrado los 18,5 millones de euros de vellón que costó el ifemazo.

Y, hablando de dineros, recientemente supimos que Ayuso pagará a la Iglesia casi un millón al año para asegurar un capellán por cada cien camas en los hospitales, pues ya se sabe que extra Ecclesiam nulla salus. No hay, sin embargo, panoja, pelas, plata ni guita para contratar rastreadores, que a este paso deberemos reclutar entre los perros de la trufa (Ayuso parece olvidar que aquí tenemos el 30 % de los muertos por coronavirus de España). Tampoco se han cubierto las vacantes médicas por vacaciones. Ítem más, se han cerrado quirófanos incluso con larguísimas listas de espera y no existen enfermeras suficientes si volvemos a pandemizarnos, y vamos de cabeza. Los contagios en Madrid durante la última semana han aumentado un 413 %.

Pero la archipresidenta, en vez de resolver todos esos problemillas, nos quiere dar un carné: la cartilla covid-19 para que la gente que ha superado el coronavirus pueda sudar toxinas y resoplar frustraciones en el gimnasio o visitar museos —incluido el del jamón, supongo—, donde revivir la luna de miel de la vieja normalidad y los días de vino y rosas que nos arrebató el patógeno.

Ayuso —no iba a ser ella menos que Trump— pasa de la OMS, de los expertos, de Salvador Illa, de la ética, de la ley de protección de datos y hasta de su peluquero, y ha tenido que salir Aguado, el vicepresidente de la CAM, a corregirle lo de la cartillita covid y dejar el tema en un registro público. Que se discrimina y estigmatiza al personal, ¿no te das cuenta, mujer? Que tener anticuerpos hoy no significa que los vayas a tener mañana. Que, aun habiéndolos tenido, puedes infectarte de nuevo. Que ningún organismo científico internacional la aprueba, etc. Y todo porque a la archipresidenta le caga una paloma y cree que es un mensaje del Espíritu Santo. Cualquier día de estos, doña Isabelita nos sermoneará desde su propio papamóvil.