Nos envolvía el marco plácido de la democracia, de su experiencia entusiasta y de un bienestar arrollador y avanzábamos sin  otear peligros de crisis. Nos habíamos quitado de encima años de oscurantismo y atraso, de aislacionismo y dogmatismo. Nuestra democracia era alabada como modelo de transición de una dictadura a una democracia.

Pero sobrevino la crisis económica,  sin avisada antelación. Y, en unos años nos acosaba por todas partes y sentíamos que los logros acumulados  se venían a abajo. Nadie lo sabía explicar, o nadie se atrevía a decir la verdad.

Ya no podíamos actuar nosotros, no éramos idóneos para manejar la crisis,  debíamos dejarnos guiar, obedecer y callar. No nos quedaba más alternativa,  sólo los supersabios de la Economía conocían el secreto, y no había sino  seguir sus dictados, porque ellos sólo dictaminaban lo que era válido para remontar y volver a progresar.  Los supersabios inundaban las ondas con su lenguaje raro, sus cálculos y cifras, sus dogmas  de acumulación , pérdidas o ganancias, sus ultimátum a políticos y ciudadanos por deudas impagadas, sus excomuniones para quien osara  sugerir alternativas.

Se nos decía que el camino recorrido estaba equivocado, habíamos trepado hacia niveles impropios,  gastábamos  por encima de nuestras posibilidades, eran miles de millones los euros que  habíamos dilapidado y había llegado el momento de cercenar y parar. Los controladores de la crisis –empresarios, financieros, gestores públicos, políticos- pregonaban la austeridad por todas partes, había que reformar los derechos de la ciudadanía y restringir sus bolsillos.

Colocados por encima del bien y del mal, la austeridad no contaba para ellos,  seguían con sus lujos, sobresueldos, monopolios y mandos, sin aplicarse ningún  deber de sacrificio y responsabilidad, la democracia los legitimaba.  Y, como sobrecogidos por las voces del Sancta Sanctorum de Bruselas,  se plegaban temerosos  a la voluntad  férrea de los supersabios,  encarnados en la Troika europea, en el   FMI, en la Comisión Europea, en el Banco Central Europeo.

El poder ya no era político ni democrático sino económico y dictatorial. Nuestra soberanía popular,   único  supuesto sobre el que ellos  podían actuar, quedaba cancelado y reemplazado: ya no eran los ciudadanos quienes, como sujetos de la vida pública, hacían valer sus derechos, sino las directrices de los supersabios del nuevo plan   mundial y europeo.

Costó pero, finalmente, la ciudadanía pudo ver en su cruda realidad lo que  escondía  la crisis: el capitalismo más cínico. La crisis nos tocaba a todos, y a todos emplazaba a responsabilidades, pero se la encuadró en el más estricto marco neoliberal: el pueblo no podía seguir siendo sujeto sino objeto, la economía mercantiliza todo, también a la persona; aquí no se juega con principios y derechos, dignidad y justicia, igualdad y solidaridad,  sino con números, cálculos, beneficio, competencia y fuerza,  con la norma de que “Nadie –ni Estado, ni Etica, ni religión-   regula nada”.

La economía, en la lógica neoliberal,  no es un medio para el bien y felicidad de  las personas y de los pueblos, sino un fin para quienes, guiados por su egoísmo voraz, tratan de acumular, desvinculándola de la comunidad, de las necesidades humanas reales y de su verdadero destino humano. Se asienta en multitud de entidades financieras y políticas,  en bancos y empresas, en multinacionales y corporaciones especulativas  que conquistan los mercados y les imponen sus leyes y prácticas, sin importarles para nada la suerte del ser humano y especialmente de los más necesitados e indefensos.

Por fortuna, somos historia y tenemos memoria. Hemos conocido la gama de  injusticias, contradicciones y abusos del pasado, también las luchas y logros alcanzados, nos alumbra el ejemplo de mucha gente cabal e insumisa, de muchos pensadores y líderes emancipadores, de innumerables iniciativas, gestos y movimientos sociales (antirracistas, anticlasistas, antibelicistas, feministas, ecológicos, altermundistas,…) que denuncian, proponen y gritan la posibilidad de otro mundo más justo, solidario y pacífico.

Es, dentro de este marco, donde cobra  sentido la misión original  del profeta de Nazaret: Jesús no fue un economista, ni un político,  ni un sacerdote del Templo,  ni un maestro de la Ley. Sabía muy bien de qué iban unos y otros en la sociedad de su tiempo, qué buscaban y qué les preocupaba. Todos servían a un sistema, religioso o político, vivían de él y desde él actuaban sin franquear los límites  señalados por el Imperio o el  Sanedrín. No eran libres y, por encima de todo, buscaban asegurar su bienestar y triunfo personales y no la dignidad y derechos de los ciudadanos.

Jesús había elegido ser libre, no doblegarse a nadie, para poder anunciar la novedad radical de su mensaje. Se colocaba fuera del sistema, que no permitía la igualdad y libertad. El no iba a darse a conocer por la grandeza de sus doctrinas y  programas, preceptos y leyes, obligaciones y  ritos. No era eso lo que la sociedad necesitaba.

Era necesario instaurar otro modo de  vida, de convivencia, para acabar con la desigualdad y la injusticia, y pasar a vivir en respeto y  cooperación como hermanos. Con toda razón, el imperio del capitalismo neoliberal es hoy el poder más radicalmente enfrentado al proyecto de Jesús.

Todo lo dicho, nos indica por dónde puede venir una solución a la crisis. No ciertamente de las decisiones y medidas del sistema financiero   internacional, que se muestra ajeno a orientar la economía desde la realidad de los más necesitados e indefensos, administra el dinero injustamente repartiendo más a quienes menos lo necesitan y golpeando a quienes más carecen: inmigrantes, dependientes, asalariados, etc.

Vacíos de compasión, pasan con indiferencia ante los que sufren… Serían éstas nuestras actitudes básicas:

No serviremos al dinero.  En coherencia con lo que somos,  adoptamos el compromiso  de vivir con más solidaridad, compartir más lo que tenemos, “empobrecernos” compartiendo lo que nos sobra con los necesitados, elegir ser pobres y vivir amando, sirviendo y defendiendo a los pobres.

Estaremos más unidos a los que más sufren. La cercanía nos permitirá conocerlos mejor, establecer lazos de amistad, apoyarlos en la búsqueda de trabajo, ayudarlos en sus necesidades,  incorporarlos a colectivos y protegerlos socialmente.

Defenderemos lo común.  Esta defensa asegura la igualdad e integración  de todos. Y el camino que lleva a ello es el mantener un modelo de servicios públicos gratuitos para todos, como condición y medio para que todos puedan tener garantizado el logro de sus necesidades básicas.

La verdad de Jesús consiste en eliminar toda injusticia y  sufrimiento: “Yo he venido para dar testimonio de la verdad”, para ayudar a que nadie se equivoque , para ser testigo de lo que a Dios le interesa por encima de todo, es decir, la justicia y la felicidad de todos.

Tal determinación apunta a cuantos con mayor responsabilidad  están ocultando las causas y causantes de la crisis y ocultan a la par el sufrimiento que en tantos está produciendo. Una  sociedad democrática, justa y libre, requiere primero de todo la verdad, que salgan a  luz pública las decisiones e intereses ocultos de los que gobiernan y dirigen.

Lo  definitivo: compasión y ternura. Informar, y actuar con libertad cerca y en unión con los sin voz. Y, primero de todo, introducir la compasión en nuestra vida y en nuestra convivencia. No sabemos cuál sería el  resultado en esta  nuestra sociedad desigual, dividida y atormentada, si lleváramos a la práctica, individual y  colectiva, el principio de la compasión. Siendo, como es, el cimiento, motor y garantía de una nueva convivencia, ¿Qué pasaría si todos hiciéramos ese experimento?

Benjamín Forcano es sacerdote y teólogo de la Liberación