Lo que comenzó como una polémica en torno a una serie animada se ha convertido en un nuevo capítulo de la guerra cultural que atraviesa Estados Unidos y que, gracias a las redes sociales, ha prendido a nivel global. Netflix, la plataforma de entretenimiento más influyente del planeta, enfrenta estos días una campaña organizada que llama a cancelar suscripciones y que cuestiona de lleno su apuesta por la diversidad en el catálogo.

El punto de partida fue la producción Dead End: Paranormal Park, una ficción animada que incluye entre sus protagonistas a un adolescente trans. Para sectores conservadores, la serie representaba un ejemplo más de lo que consideran una “agenda ideológica” que se cuela en los productos dirigidos a un público joven. A partir de ahí, se activó un engranaje ya conocido: denuncias en foros de la derecha estadounidense, mensajes virales en X (antes Twitter) y la creación de hashtags que pedían explícitamente “cancelar Netflix”.

La polémica creció cuando resurgieron publicaciones atribuidas a Hamish Steele, creador de la serie, en las que criticaba duramente a líderes conservadores. Aunque Steele aclaró después que había sido víctima de manipulación y que desde entonces sufre acoso homofóbico y antisemita, el daño ya estaba hecho: la controversia dejó de centrarse en un título concreto para proyectarse sobre toda la compañía.

El boicot como herramienta política

No es la primera vez que Netflix se ve en el centro de este tipo de controversias ni que se convierte en un blanco privilegiado de los debates culturales. Ya en 2020, el estreno de Cuties provocó una tormenta política y mediática: sectores conservadores denunciaban que la película sexualizaba a menores, mientras que sus defensores subrayaban que se trataba de una crítica precisamente a esa hipersexualización. Aquella polémica generó incluso intervenciones de legisladores en el Congreso estadounidense, que reclamaban investigaciones sobre la compañía. Unos meses después, el turno fue para el comediante Dave Chappelle y su especial de stand-up, criticado por organizaciones LGTBI por chistes considerados transfóbicos y defendido por otros como un ejercicio legítimo de libertad de expresión. En ambos casos, la reacción pública no se limitó a una discusión estética sobre las obras, sino que trascendió al terreno de la identidad, la política y la forma en la que las grandes corporaciones culturales asumen su papel en el debate público.

El caso actual refuerza esa dinámica y confirma que las plataformas de streaming se han convertido en un espacio de disputa simbólica, mucho más que en un simple escaparate de entretenimiento. La televisión lineal todavía mantiene influencia, pero es en las plataformas digitales donde se libran hoy las batallas por los valores y las identidades. Cada estreno, cada personaje y cada declaración de un creador puede ser reinterpretado como un gesto político, y esa carga simbólica convierte a compañías como Netflix en árbitros involuntarios de un enfrentamiento que no controlan por completo. Para unos, son garantes de la diversidad y la inclusión; para otros, instrumentos de una agenda progresista que invade la vida cotidiana bajo la apariencia de ficción.

La estrategia de los promotores de la cancelación sigue un patrón ya conocido y cada vez más perfeccionado: primero, se selecciona un producto concreto que pueda movilizar emocionalmente a un público sensible; después, se convierte ese producto en símbolo de una supuesta deriva cultural; a continuación, se apunta directamente a la compañía que lo distribuye, acusándola de imponer valores y de utilizar su alcance global para influir en la sociedad. Una vez fijado el blanco, llega el momento de la presión: se anima a los usuarios a cancelar sus suscripciones, a compartir pruebas de ello en redes y a multiplicar la percepción de un boicot masivo.

Musk, un altavoz adicional

En ese contexto irrumpió Elon Musk, que anunció en su red social X que había cancelado su suscripción y animaba a otros a hacerlo. Su intervención no inició la campaña, pero la amplificó exponencialmente: con más de 200 millones de seguidores, cualquier mensaje suyo se convierte en tendencia global.

Su gesto aportó al movimiento un altavoz masivo y reforzó la narrativa de que las grandes corporaciones tecnológicas y culturales son responsables de una supuesta “ingeniería social”. Sin embargo, Musk es más un catalizador que el centro de la historia: la campaña contra Netflix ya estaba en marcha antes de su mensaje, impulsada por un clima político y cultural cada vez más polarizado.

Consecuencias inmediatas

La presión no se ha quedado en el terreno simbólico. Tras la viralización del boicot, las acciones de Netflix registraron una caída cercana al 2 % en las primeras horas de cotización, aunque los analistas apuntan a que la bajada puede explicarse también por factores macroeconómicos. Más allá de la bolsa, lo que preocupa a la compañía es el impacto en su imagen de marca: Netflix se había consolidado como un sello asociado a la pluralidad de voces, y ahora ese mismo atributo se convierte en motivo de ataque.

Algunos usuarios han compartido capturas de pantalla mostrando la baja de sus cuentas, mientras otros defienden abiertamente la permanencia en la plataforma como gesto de resistencia frente a lo que consideran un intento de censura. La división no solo se da entre espectadores, sino también entre creadores, que ven en este tipo de campañas un riesgo directo para la libertad artística.

Hasta ahora, Netflix no ha emitido un comunicado específico sobre la campaña. Su línea habitual ha sido evitar confrontaciones públicas y defender en abstracto la idea de que ofrece “historias para todos los públicos”. Sin embargo, algunos trabajadores y guionistas han expresado su apoyo al creador de Dead End, recordando que la representación diversa en pantalla responde a una demanda social real.

Síguenos en Google Discover y no te pierdas las noticias, vídeos y artículos más interesantes

Síguenos en Google Discover