El pasado jueves, tras haber resuelto los debates internos al Gobierno de coalición, el Consejo de Ministros aprobó la propuesta de Presupuestos Generales del Estado para el año 2022, unos presupuestos destinados a continuar la línea de política económica planteada en los PGE del año en curso. El cuadro macroeconómico se sitúa en línea con las previsiones de los organismos internacionales, que presuponen que en el año 2022 se alcanzará un crecimiento económico del 7% del PIB, algo plausible salvo aparición de alguna nueva turbulencia vinculada a los cuellos de botella de suministros estratégicos, persistencia de altos precios del gas o nuevas disrupciones, ahora ya menos probables, de la pandemia de la COVID. Con este escenario, los planes presupuestarios del Gobierno suponen una estrategia de reducción del déficit público vinculada al crecimiento económico, de manera que se fía la consolidación fiscal a un incremento de los ingresos, que llevarían a España a volver a estar en los límites del pacto de estabilidad y crecimiento de la Unión Europea en 2025, esto es, cinco años después del inicio de la crisis de la COVID-19.

El proceso de consolidación es, por lo tanto, lo suficientemente suave como para no comprometer el proceso de recuperación, y fía, de nuevo, la mayor parte de las inversiones públicas a la buena ejecución de los fondos provenientes del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia de la Unión Europea. Con este escenario, la recuperación debería ser suave, aunque las fragilidades que se están mostrando en la economía mundial deberían hacernos mantener las luces amarillas encendidas.

Entrando en sus contenidos, los presupuestos suponen una continuidad con los planteados en 2021, con la única excepción del incremento de las partidas destinadas a políticas de juventud, incluyendo el apoyo a los alquileres para menos de 35 años, el aumento de la política de becas, y el polémico bono cultural para mayores de 18 años, un instrumento de dudosa utilidad más allá de la mera comunicación política. En cualquier caso, los PGE dibujan un escenario de política económica eminentemente social, aunque ese apoyo se concentra básicamente en el incremento de la factura de las pensiones, para lo que, hasta el momento, no hemos encontrado todavía una solución satisfactoria para garantizar su sostenibilidad a medio y largo plazo. Por su parte, se prevé un incremento de ingresos fiscales de un 8%, una cifra que se considera “razonable” dados los incrementos alcanzados en 2021 -alrededor de un 10% de mejora en la recaudación respecto de 2020.

En definitiva, nos encontramos con unos PGE en línea con la política económica puesta en marcha desde 2018, sin grandes aventuras en términos de gasto, y con medidas fiscales que tampoco han destacado hasta el momento por aumentar en gran medida la capacidad recaudatoria en términos estructurales. Tal es así, que el gasto público global, aun previendo un crecimiento económico del 7%, sólo se incrementa un 0.6% nominal respecto de 2021, esto es, se congela en términos nominales y se reduce en términos reales.

Con estas cifras, suponen un déficit público para 2022 de un 5%, supone una reducción de 3 puntos desde el estimado en 2021, todavía lejos de los objetivos del Pacto de Estabilidad y Crecimiento -que se reactivará de nuevo en 2023, con seguridad- pero que prevé un descenso de la deuda pública de un 119% a un 115%. En otras palabras, se congela el gasto, se espera un crecimiento de los ingresos que permitan avanzar en la consolidación fiscal y en la reducción de la deuda pública generada durante el año 2020. Con estos números, España ofrece un marco creíble para cumplir sus compromisos en el medio y largo plazo. Sólo una nueva disrupción podría hacer que estas cifras no se cumplieran.

Con todo, no han faltado voces críticas que hablan de unos presupuestos del despilfarro y que abocan a España a la quiebra y a un nuevo rescate. Estas afirmaciones no podrían ser más descabelladas, a la luz de lo que sabemos hoy sobre el desarrollo de nuestra economía. Si quien lo afirma tiene información de la que no disponemos los demás, debe decirlo de inmediato. Si no la tiene, debería reconocer que sus afirmaciones sólo tienen como objetivo hacer ruido sin sustento de ningún tipo, esto es, ruido gratuito y demagógico. De cumplirse los cuadros macroeconómicos del Gobierno, España reducirá su déficit del 11% al 3% en cinco años, desde 2021 a 2025. La última consolidación fiscal tardó, desde 2012, siete años -sólo salimos del procedimiento de déficit excesivo en 2018-, incluyendo una amenaza de sanción de la Comisión Europea en 2016. Los que hoy braman por el despilfarro y la falta de disciplina fiscal no lo hicieron entonces, bien al contrario, aplaudieron al ministro Montoro por preferir tener algo más de déficit para no sacrificar el crecimiento.

Desde esta columna hemos advertido sobre los peligros de una consolidación fiscal acelerada. Tan mala es esta aceleración como mantener un cuadro fiscal poco creíble o demasiado laxo. Tenemos ahora la oportunidad de ofrecer un proceso de consolidación fiscal creíble y robusta, que en un plazo de tiempo adecuado permita restañar los números rojos de nuestra economia. La estrategia tomada es la correcta, mal que les pese a los críticos que sólo se acuerdan del déficit público cuando no lo generan los suyos.