Este año 2020 ha arrancado con una fuerte movilización de los ganaderos y agricultores de nuestro país, un movimiento que viene siendo periódico en función de momentos específicos o de decisiones perjudiciales, pero que emergen cada pocos años como prueba de un modelo de agricultura socialmente insostenible y económicamente poco viable. Como en la mayoría de los países de la Unión Europea, la Agricultura y la Ganadería son sectores muy reducidos en comparación con la industria o los servicios. En España, el peso del sector se sitúa alrededor del 2,8% del total de PIB, con un empleo que representa el 5% del total. Con estas cifras, es fácil calcular que la productividad del trabajo, que se sitúa, medida en PIB por hora trabajada, en un 60% de la media del conjunto de la economía. Sin embargo, su desempeño en los últimos años no ha sido negativo: de acuerdo con la Comisión Europea, la productividad total de los factores en el sector agrario ha crecido cerca de un 2% anual, por encima de la media de la Unión Europea y por por encima de la media de la eurozona. Situación que no ha sido suficiente para mejorar la posición competitiva de nuestro sector agrícola. La renta agraria anual ha descendido, en términos reales, un 9,5% respecto de 2018, En 2019, el valor de la producción vegetal descendió un 7,1%, con un descenso de precios del 6% y un descenso de la producción del 1,1%. Por el contrario, el valor de la producción animal creció un 3,6%. En conjunto, el valor de la producción de la rama agraria cayó un 2,9%.

Una mala situación agravada por el incremento de los costes de producción, que según las organizaciones del sector se ha incrementado en un 42% desde 2018, debido a las subidas en el Salario Mínimo Interprofesional. Las movilizaciones se han dirigido fundamentalmente hacia un reparto más justo en la cadena de valor agroalimentaria, que, sumando a la agroindustria y al comercio de productos alimentarios, supone hasta un 9,2% del PIB y un 12,5% del empleo, esto es, un peso económico total parecido al del turismo. Partiendo del precio de venta al público de los productos agroalimentarios, los agricultores y ganadores se quedan con una parte que consideran demasiado pequeña, a su entender, cargando la el peso de la prueba en el poder de mercado de los grandes distribuidores y grandes superficies, que imponen condiciones draconianas en los mercados, y obtienen más valor del que les correspondería. La conclusión de este proceso es que los precios de mercado en la producción agraria están por debajo de los niveles de subsistencia de las explotaciones, y mucha producción sobrevive gracias al apoyo que ofrece la Política Agraria Común.

La conclusión lógica de esta realidad es la necesidad de intervenir en los mercados: así el ministerio ha puesto en marcha medidas para equilibrar el peso del sector primario en el conjunto de la cadena de valor agroalimentaria, incluyendo las reformas de tres leyes, destinados a mejorar los precios de compra de los productos, teniendo como referencia el coste de la producción, evitar prácticas como la venta a pérdidas, o mejorar la transparencia en la fijación de los precios en el mercado. Veremos el impacto de estas medidas, que descansan en corregir un poder de mercado de grandes distribuidores que, a su vez, se quejan de que, siendo el 7% del total de las ventas de productos agrícolas en España, no pueden solucionar todo el problema.

Todas estas medidas podrán mejorar la situación, pero no solucionarán el problema a largo plazo: una parte de nuestra agricultura, considerada mera materia prima, tendrá muy difícil competir en precios con las importaciones de productos de otros países con costes de producción mucho más bajos, tanto en el Este como en América Latina o el Magreb. Los agricultores españoles, que señalan a esta competencia al tiempo que sufrieron durante años el boicot de sus colegas franceses en la frontera de la Junquera, exportan más producto del que importan, y si miramos a los países de los que más importaciones recibimos (Francia, Alemania y Países bajos), el problema no parece ser tanto una cuestión de coste como de valor añadido. Incrementar el valor añadido de nuestra producción agroalimentaria requeriría de una gran apuesta por la innovación, la generación de valor a través de la producción agroecológica o biológica (somos el país con mayor superficie destinada a este tipo de producción), o el incremento de la tecnificación y los inmateriales (denominaciones de origen, por ejemplo). De acuerdo con el Estudio del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas y la Fundación COTEC sobre intangibles en la economía española, la agricultura se encuentra siempre entre los sectores con menor inversión en intangibles.

Este esfuerzo se complica aún más con las noticias que llegan desde la Unión Europea. El presupuesto 2021-2027 reduce las partidas de la Política Agraria Común, y lo hace más acusadamente en lo referente al desarrollo rural, que cae hasta un 25%. Una muy mala noticia porque si hay futuro en el mundo rural, es apostando por la innovación y promoviendo ese incremento de productividad y de generación de valor añadido, que va mucho más allá de su producción agraria: su importancia en términos ambientales, culturales, políticos y sociales está muy por encima de sus cifras económicas.

Un campo activo funciona además como reserva estratégica: en caso de una crisis alimentaria global, la producción agraria no se reactiva en cuestión de meses: necesita estar en funcionamiento. Y eso es un riesgo que no debemos correr, máxime en un mundo que ya ha vivido crisis alimentarias globales, como la de 2006, y donde el impacto del cambio climático sobre la producción agrícola puede suponer una notable merma de productividad, en un planeta que debe poder alimentar, de manera sostenible, a 10.000 millones de personas de aquí a 30 años. La FAO calcula que la producción agrícola global debe incrementarse en un 40% hasta 2050.

Así que, si tuviéramos un ranking de problemas endiablados en España, donde cada vez que movemos una pieza, se mueven las demás, y no siempre en la mejor dirección, entre los primeros de la lista aparecería el futuro del sector agrícola y su vinculación con un mundo rural vivo y dinámico. No es asunto fácil, y no se ha resuelto en casi ningún país de manera plenamente satisfactoria, porque, como en otros casos, las soluciones deben proporcionarse en el marco de una gobernanza global que hoy por hoy está por completarse. El desarrollo económico que nos explican en las facultades habla de que la prosperidad está vinculada a la industrialización y terciarización de las economías, y al proceso de urbanización de las mismas. Pero si continuamos dejando atrás al mundo rural y al sector agrícola, los conflictos políticos no dejarán de crecer. Y, siendo honestos, no parece que tengamos muchas soluciones fáciles.