El verano de 2018 ha supuesto un punto de inflexión en la evolución de la economía española: tras años de crecimiento económico robusto, se constata una fuerte tendencia a la desaceleración, agravada por el fin de los “vientos de cola”, con un barril de petróleo que se ha encarecido alrededor de un 50% en los últimos doce meses, el final de las compras de bonos por parte del Banco Central Europeo, y la ralentización del comercio internacional y de nuestros principales mercados de exportación, como Alemania o Reino Unido. Los riesgos políticos relacionados con un Brexit sin acuerdo, la política populista de Italia –que ha puesto su prima de riesgo en 300 puntos básicos- y la guerra comercial abierta por Trump, han empeorado todavía más el tono de nuestra economía.

¿En qué condiciones se encuentra la economía española para hacer frente a esta desaceleración? Lamentablemente, durante los años de recuperación, las políticas económicas tendentes a mejorar la posición competitiva de España han brillado por su ausencia.  Los buenos años que hemos vivido en materia de crecimiento económico no han sido aprovechados para generar  nuevas reformas económicas que permitieran fortalecer el crecimiento a largo plazo: bien al contrario, la única medida significativa que tomó el gobierno del PP fue bajar impuestos, debilitando así la capacidad recaudatoria de nuestra hacienda pública. Del resto de reformas, poco o nada: no se corrigieron los efectos más perniciosos de la reforma laboral de 2012, no se avanzó en la descarbonización de la economía, no se fomentó un impulso a la I+D+i, no se mejoró la calidad de nuestro sistema educativo, no se abordó de manera decidida la reforma de las políticas activas de empleo, no se mejoró el encontró de libre competencia en los mercados de bienes y servicios, y no se reforzó el marco fiscal para aprovechar el crecimiento económico para sanear nuestras cuentas públicas.

Todas estas medidas deberían haber servido para aumentar el potencial de crecimiento a largo plazo de la economía española. Pero no se tomaron, y si ahora sobreviene un nuevo cisne negro como el de 2007, España se encontrará en una mala situación. Seguimos teniendo un alto nivel de desempleo, salarios demasiado bajos –que ya no permiten tirar del consumo interno- y un nivel de pobreza y desigualdad que se ceba particularmente con los más jóvenes. En términos fiscales, España no ha sido capaz de aprovechar los años de recuperación para mejorar su posición fiscal y su deuda pública se mantiene alrededor del 100% del PIB, con un déficit estructural –aquél que define la sostenibilidad a largo plazo- disparado por la inacción de los últimos años. En conclusión: una nueva recesión cogería a la economía española en muy mala situación en términos sociales y fiscales, y no sería descartable que sus efectos fueran, debido a estas vulnerabilidades, tan dolorosos como los de la crisis que acabamos de pasar y de los cuales no nos hemos recuperado todavía.

Durante los años de recuperación, las políticas económicas tendentes a mejorar la posición competitiva de España han brillado por su ausencia

Necesitamos por lo tanto hacernos cargo de la situación: el riesgo de una recesión a corto plazo es muy bajo pero no es nulo, y las consecuencias podrían ser muy dolorosas si España no mejora en algunas variables clave. Aquí señalamos cuatro prioridades.

En primer lugar, es imprescindible reducir el elevado nivel de desempleo, particularmente el desempleo de larga duración. La reintegración en el mercado de trabajo de los cientos de miles de personas que todavía no han logrado recuperarse de la crisis económica debe de una prioridad. Para ello es imprescindible mejorar su empleabilidad a través de una política de reciclaje y reactivación. Mejorar el marco institucional que facilite políticas de contratación adecuadas debería ser también una prioridad.

En segundo lugar, España debe hacer frente a una elevada desigualdad y a la depresión salarial que permanece como efecto de la crisis. España corre el riesgo de enquistar a un tercio de su población en una bolsa de exclusión social, con graves consecuencias tanto en términos de cohesión social como de desempeño económico. Bajos salarios y bajas rentas suponen bajo consumo y debilidad en el crecimiento económico. Suplir la necesaria redistribución de la renta a través del recurso al endeudamiento para mantener el consumo sería una pésima decisión que repetiría los errores que nos llevaron a la crisis de 2008. Es necesario replantear el gasto social para hacer frente a esta bolsa de exclusión y favorecer un crecimiento de los salarios más bajos.

En tercer lugar, España requiere una revolución en materia de competencia. Nuestra economía debe romper con su pasado de clientelismo y de captura de los reguladores, donde el crecimiento se concentra en aquellos sectores con mejores conexiones con la administración. La tentación de mantener rentas o a proteger empleos obsoletos es un lastre para nuestro crecimiento económico: tanto si estamos hablando de autónomos organizados como si lo hacemos de grandes empresas energéticas o de infraestructuras. La propuesta de nuestro gobierno de convertir a España en una “Nación Emprendedora”, tal y como se planteó en la pasada cumbre de emprendimiento “South Summit 2018” es un buen inicio, pero tendremos que ver si se es capaz de construir esa economía con todas sus consecuencias, porque para generar emprendimiento innovador, es imprescindible abrir los mercados a una mayor competencia. Esta revolución de la competencia debe ir acompañada por un incremento de la apuesta por la innovación, la digitalización y la descarbonización de nuestra economía, no sólo en materia de regulación, sino también de impulso desde el propio sector público.

Y para ello, en cuarto lugar, España necesita urgentemente reforzar su cuadro fiscal, a través de una mayor suficiencia de ingresos y una mejora en la ejecución de los gastos. Los futuros presupuestos generales deberían contemplar una senda de consolidación fiscal realista y que fuera compatible con las necesidades de financiación de políticas públicas efectivas. Es imprescindible plantearse una auténtica reforma fiscal, que nos permita ir corrigiendo nuestro déficit histórico de ausencia de ingresos suficientes en nuestro sector público, que se sitúa siete puntos por debajo de la media de la eurozona.

¿Cómo podremos abordar tan ambiciosa agenda? Será necesario apelar a grandes consensos para favorecer reformas que no son fáciles de llevar a cabo en solitario. Esto es responsabilidad tanto del gobierno –que no puede pretender imponer su modelo con su frágil mayoría parlamentaria- como de la oposición, que, empeñada en hacer caer el gobierno, está bloqueando políticas que son necesarias para afrontar los tiempos que llegan con mayores garantías. Hemos perdido un tiempo precioso y la ventana de oportunidad para promover una economía más sólida y con un crecimiento económico más robusto se está cerrando. No podemos hacer gran cosa para evitar la más que previsible desaceleración de la economía mundial, pero prepararnos para ella sí está en nuestras manos. No vale con preocuparse: hay que ocuparse. Y sin dilación.