La luna llena se desparramaba por los alrededores de Jaén capital, había una discoteca que ostentaba su nombre, debía ser septiembre y yo una periodista encantada de conocerse. El día, como todos los de entonces, había tenido quince horas de trabajo y se merecía una copa o dos.

Mi mínimo autobianchi se abría paso por la carreterita que ascendía hacía las dos lunas. Un chico me pidió que lo acercara. Las ramas cargadas de olivos se colaban por las ventanillas del coche, me dijo que venía de Madrid, en la radio sonaba una canción de Cohen, de pronto le oí exclamar entusiasmado: ¡Qué alucine, son aceitunas!

Pensé que me estaba vacilando pero iba a ser que no. Aquel muchacho de entre veinticinco y treinta, seguramente licenciado en filología inglesa, no había visto en su vida una aceituna en su olivo.

Supongo que fue el primer urbanita a tiempo completo que conocí y me quedé con la sensación de que aquella era una criatura, usando su propio lenguaje, alucinantemente plastificada en una ciudad donde los pájaros visitan al psiquiatra, el sol es una estufa de butano y a los niños les da por descubrir el mar en un vaso de ginebra, según se va a Sabina, que por cierto era (es) de un pueblo de por allí cerca.

Así que el “qué alucine, son aceitunas” se ha quedado a vivir entre nosotros los de entonces (mi altocargo y yo y unos cuantos), casi con el mismo rango que la exclusiva mundial de la muerte del abuelo del Rey un mes y medio antes de que se produjera o la foto del jubilado impotente que no lo era.

Mi altocargo sostiene que la muchachada de Podemos tiene dos problemas, por este orden: uno, que en su puta vida han visto ordeñar una vaca; dos, que van por la vida destilando esa superioridad moral que siempre ha adornado a la izquierda de la izquierda.

La élite podemita es una conjunción urbanita de profesores universitarios o de instituto o funcionarios liberados estupendamente estupendos que han decidido entregar sus privilegiadas cabezas a la causa de redimir a los pobres (otrosí catetos) de la vieja política.

Para los urbanitas redentores el mundo rural es una granja con encanto donde sus hijitos juegan con los pollitos los fines de semana y les enseñan a hornear pan a la manera de sus bisabuelos, hasta que descubren no sin horror que el estiércol tira para atrás de pura mierda y los calcetines de los cabreros desprenden un hedor que no aparece en los manuales de sociología política.

En pleno festín cainita, como corresponde a la izquierda de la izquierda y en eso 2017 va a ser estelar, los catetos de Aljaraque (Aljaqué?) hacen pinza con la derecha sin avisar y les descuadra el discurso fundacional. Es lo que tiene el pueblo, que la mayoría de las veces no suele usar desodorante ni ideología.

Mi altocargo, que es de cortijada de ovejas y sabañones y ha pisado muchas cagarrutas asegura que a Cañamero, por poner un ejemplo que se entienda, lo pasean los urbanitas redentores de Madrid en hornacina, como una a reliquia del antaño campesino revolucionario. Y algunos al verlo pasar, no pueden contener la emoción:  ¡Qué alucine, un jornalero¡