Adolfo Suárez no sabía entonces que le iba a poner nombre a un aeropuerto. Ni que su niño, torerillo Illana, como Paquirrín con la Pantoja, le iba a mangonear la herencia política entregándosela a la derechona que detestaba. Se inventó el Centro Democrático y Social (vota cedeése, vota libertad/Suárez es el líder/democrático y social) y se fue de gira por provincias. Llenaba los cines, le aplaudían a rabiar. El se las veía venir: votadme más y queredme menos, votadme más y queredme menos.

Pero no hubo tal. El centro, su centro, quedaba engullido por el bipartidismo. En un camerino me dejó entrevistarle  mientras yo halagaba su vanidad de héroe periclitado, él fumaba negro y miraba canalillo. La voladura interna de la Ucedé había dejado en el campo de batalla más vencedores muertos que vencedores vivos. A la estúpida pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta me dijo lo que Chesterton: un manual para construir lanchas. Era chulo y adorable.

Su lancha le llevó al mar de la desmemoria, donde navegó sin sufrimiento el final del centro político, que es un sitio que no existe pero al que todo el mundo quiere viajar. Como decía el gran Guerra (Alfonso) de sus tiempos mordaces sobre Aznar: llevan veinte años viajando al centro, ¿de dónde vendrán? En el fondo todos los sabemos: vienen de ese sitio de apellidos de doble ancho en el que a tener  (mucho) dinero y hacer lo que se te pasa por los forros se llama libertad.

Se murió el centro de Suárez. Se murió el centro de Miquel Roca (hermosa sinestesia de nacionalista catalán abogado imposible de la insaciable familia real). Se acaba de morir notarialmente el centro de Rosa Díez, que ya llevaba cadáver un quiquenio o estaba muerto desde que nació. Fardaban de ser el único centro político que ha tenido filósofo en propiedad. A Savater se le lee el cabreo a martillazos, la edad y los ecos de la foto de Colón, que celebró en una cabriola estilo imperio. Tanto rajar de Heidegger.

Y se está muriendo con abundamiento y propaganda Ciudadanos. Debería decirse que más bien lo mató Rivera, que tiró a la basura 47 diputados por razones que sólo sabremos (se oyen las lenguas airadas de doble filo) cuando el tiempo redondee las cifras finales de la operación. No sólo lo mató: no deja que Inés Arrimadas, suponiendo que pudiera o pudiese, le haga la respiración asistida.

Los liberales del centro decían de los democristianos del centro que, por desgracia, los leones del circo romano habían dejado a demasiados (cristianos) vivos. En esto están los que van quedando de Ciudadanos, matándose estilo Teresa Rodríguez, pero sin tanta superioridad moral. De ahí a las encuestas. Y de las encuestas a los cementerios, con la columna de coda de Savater y su funeraria política itinerante.

Fuimos (mi altocargo y yo) a un congreso tan pijo/ciberguay que nos hicieron la prueba de los antígenos en la entrada y nos juntamos con ese tipo de gente que está segura de que lo que hacemos en la vida tendrá su eco en la eternidad. Nos encontramos con un genio de las encuestas, que llevaba una calentita en el smartphone. Y lo dijo a su hermosa manera. Una suerte de poesía política.

Todos (los que estamos en el ajo) recordamos que el resultado del Gobierno entre sociatas y andalucistas fue que Gaspar (por Zarrías) mandó a Antonio Ortega a refugiar su vida y memoria a Sánlúcar de Barrameda, que son los ríos que van a parar al mar, que es el suave morir político. Lo que va a ocurrir cuando ocurra es que Elías (por Bendodo) está mandando a Marín a Sanlúcar, que es donde el fracaso tiene su remanso final. La gran ventaja de Marín es que al menos vuelve a casa. Y hasta podrá jugar con Ortega al dominó.

Y me volví con mi antígeno (toma ya) negativo, una encuesta off de récord y la muy agradable sensación de que hasta los politólogos saben de Benedetti y predicen una cierta filosofía de la intimidad.