In illo tempore nos acostábamos todas las madrugadas con la esperanza (si las dosis de ron/cola eran las apropiadas, más bien con la certeza) de que al amanecer todos los problemas del mundo quedarían resueltos. Éramos periodistas, estábamos en connivencia con el futuro, las rotativas escupían nuestros sueños, los políticos nos regalaban exclusivas, los verbos se acercaban al sustantivo, hacíamos el amor.

Algo de todo aquello debió salir bien porque dos siglos después nosotros los de entonces nos volvimos a ver así tomados, como la unidad de infantería del periodismo democrático, todavía reconocibles (a mí algunos me miraban el canalillo con esa intención) y con todas las toneladas de vanidad que nos ¿eran? propias por la profesión, que va de suyo. La cosa era abrazar a Pipo (Picci Perelló, José Carlos) que ha decidido tomarse la vida en sabático, con la exclusiva dedicación de joven jubileta y todas las municiones en regla para lo que sea menester.

A los quince minutos de aquello habíamos arreglado de nuevo el planeta, sólo que esta vez con cervezas incluso sin alcohol. Como decía uno que fue medio novio mío, trasnochamos de tarde. Apareció y desapareció Arenas, con mejores pintas que otros años, más en su tipo seductor, de cuando perdía elección tras elección con aquellas maravillosas sonrisas. Como primero en irse, se llevó todas las amables maledicencias, sobre todo aquellas que lo recordaban en las juventudes de la Ucedé, destetándose aún de don Manuel Clavero, llevándole el portafolios con entusiasmo moceño, muy muy lejos de aquella derecha que no sabía que iba a heredar.

En el reparto estelar Pepote, Antonio Sanz, Torres Vela, Diego Valderas, Manolo Gracia, Pilar González, la pobre, a quien le correspondió apagar la luz y llevarse los restos calcinados del andalucismo en el tetrabrick de Lopera. Todos los usos de palabras retrataron a Pipo en su sabio oficio de pacificador de arrebatos y maestro de la esgrima de la concordia en la barra de la cafetería del Parlamento. Las colegas que tuvieron el honor y la responsabilidad del cronismo parlamentario se produjeron siempre con el discreto amparo del gran Pipo, mientras andaban las legislaturas sucediéndose.

El premio “tal como éramos” a la nostalgia se lo adjudicó aquella fiesta en la Venta Antequera, (tal vez verano del 83) donde aniñados y pretenciosos políticos&periodistas celebraban que estaban arreglando el mundo empezando por Andalucía. Antoñito Hernández Máncha, que venía de engañar a los somatenes de aquellos pueblos con una nana verdiblanca, tocaba la batería del conjunto que amenizó la conjura autonómica.

Se nos hizo de día, nos restregamos los ojos y la autonomía seguía inopinadamente entre nosotros. Desde entonces, Pipo, que siempre estaba por allí.