La noticia política de la semana, por unas horas al menos, ha sido esta vez la jugada de Íñigo Errejón, que de cabeza de lista de Podemos para las elecciones autonómicas en Madrid ha pasado a aliarse con Manuela Carmena y anunciar que concurrirá a esas elecciones en su iniciativa Más Madrid. Se trata en verdad de una jugarreta que pone a Podemos estatal en una situación difícil. Incluso hay quien vaticina ya su desaparición, ante la indiferencia de la ciudadanía, demasiado acostumbrada a los navajazos mutuos en la dirección del partido morado.

Así, la traición de Íñigo Errejón al que fuera su partido no ha provocado ningún rechazo social. Ello tiene que ver, de una parte, con la buena imagen de político sensato y moderado que se ha labrado el otrora número dos. Es una imagen que triunfa especialmente entre las élites progresistas de Madrid pero que más allá es compartida por votantes socialistas y hasta de la derecha moderada. Pero, de otra parte, lo cierto es que resulta difícil posicionarse a favor de Pablo Iglesias y su cada vez más reducido grupo de fieles. No hay nadie que se duela por la hecatombe del partido. Su modelo organizativo autoritario y personalista no ha creado lazos emocionales que vinculen a los votantes y simpatizantes de Podemos con un proyecto o una organización. Podemos es hoy sólo una marca. Y cuando un partido se simplifica hasta personalizarse casi exclusivamente en su líder nadie se escandaliza por las peleas de sillones, ni se lamenta si hay que cambiar de marca.

Pablo Iglesias se ha encargado de convertir Podemos en un instrumento personal del que ha expulsado a cualquier voz disidente o medianamente crítica. Se ha quedado solo, rodeado de un grupillo escaso de fieles y con el único apoyo de una marca cada vez más vacía de contenido. Pero esta situación es simplemente el corolario de un proceso empezado precisamente por Íñigo Errejón. Fue él quien se encargó de montar un partido a la imagen de los movimientos caudillistas latinoamericanos, pasados por el tamiz de la política espectáculo. Errejón construyó un partido desde arriba. Se encargó de quitar todo poder a los círculos, espacios asamblearios en los que la participación era masiva, herederos directos del 15M. Los redujo a meras peñas de apoyo al líder, que terminaron por disolverse. También maniobró para colocar en todos los puestos de responsabilidad del partido a amigos leales que no entraban con ningún deseo de servicio público y, en muchos casos, ni siquiera con una ideología política definida. En definitiva, organizó un partido que era sólo la dirección. Su famoso núcleo irradiador.

Por eso Podemos no tiene militantes, ni masa social, ni capacidad de movilización. Se han quedado dentro prácticamente sólo los que tienen un cargo o un contrato. Es un proceso especialmente acusado en la dirección estatal y del que por ahora se salvan algunas confluencias territoriales. Hay más jefes que indios. Y resulta que, aunque ellos no se den cuenta, crear un ejército de liberados no es el mejor modo de ocupar las calles. Es un modelo que puede recaudar votos y que respira con estrategias de marketing, pero que no tiene ningún músculo social ni ideológico. No hay cuadros intermedios, ni militantes, ni nadie que -ante un golpe de Estado en la dirección- salga a defender el partido.

El Podemos de Iglesias y Errejón no es participativo, ni es un espacio de diálogo, ni siquiera un partido sino una máquina gestionada con brazo de hierro por el líder. Puede funcionar electoralmente en momentos puntuales, vendiendo una imagen poderosa y fantástica que con el tiempo deja siempre paso a la realidad. A medio plazo, no sirve para canalizar las inquietudes de la izquierda. Porque la izquierda actual exige un modelo organizativo diferente. El tópico de la izquierda dividida tiene mucho de realidad, pero no es algo necesariamente negativo. Responde al hecho de que la ciudadanía progresista tiende a ser reflexiva, activa y participativa. Es gente comprometida dispuesta a actuar y que se articula en diferentes iniciativas. Ya sean sindicatos, oenegés, plataformas reivindicativas o grupos de estudio. Gran parte de la base social que puede votar a Podemos exige que la construcción de las alternativas se haga de manera colectiva y creando espacios en los que todo el mundo pueda aportar. 

No se trata de crear un partido en el que todos los votantes participen cada día, eso es imposible e inútil. Pero sí de crear espacios que den voz a los movimientos que existen y a la gente que piensa y quiere participar. Espacios que actúen desde abajo, a partir de una base social amplia a la que le compensa acudir a discutir o proponer porque sabe que su iniciativa sirve y contribuye a definir la postura colectiva. Ni Errejón ni iglesias son conscientes de que aún hay gente motivada y con ganas. Había más en el 15M y en las primeras asambleas de Podemos; miles de horas de discusión de miles de ciudadanos que se quedaron en nada cuando llegó Íñigo y mandó parar. Ellos sólo ven votantes, consumidores de programas de televisión y propaganda, que con su voto le dan a la élite licencia para jugar a hacer política.

Evidentemente, la participación no son esos plebiscitos caudillistas a los que nos tiene acostumbrados la dirección de Podemos y que alcanzaron la máxima cuota de ridículo cuando se votó qué casa se podían comprar los jefes. Sé de otros referéndums internos de la organización en los que se ha preguntado “¿Quieres que aprendamos de nuestros errores y mejoremos?”. También de otros en los que el sí o él no aparecía escondido, a conveniencia de la dirección. Por no hablar de los procesos de primarias falseados en los que la gente vota, pero los cargos los reparte el jefe. La participación no es eso, sino mecanismos que contribuyan a aplicar al partido lo mismo que se quiere para toda la sociedad. Quien no es capaz de obedecer, ni siquiera escuchar a sus militantes y votantes, ¿cómo pretende que nadie se crea que sería capaz de gobernar al servicio del pueblo y escuchando a la gente? No es posible.

En todo caso, cuando una organización se convierte tan sólo en una pequeña casta de caudillos entretenidos en su personal “juego de tronos” nadie puede sorprenderse si la sociedad, los votantes y hasta los militantes miran con distancia y escepticismo la última de las traiciones o maquinaciones. En Podemos estatal hace mucho que vuelan cuchillos, insultos y jugarretas entre el puñado de tahúres que se juegan el partido a las cartas. Nadie va a aparecer ahora como el gendarme francés de Casablanca exclamando “qué escándalo, qué escándalo, he descubierto que aquí se juega”.