Qué alegría cuándo me dijeron: por fin los funcionarios, ese colectivo explotado hasta la extenuación, no podrán trabajar más de 35 horas semanales. No sé si se me cayeron las llaves o las lágrimas de la emoción al conocer también que en esta misma nómina de julio, vendrá un aumento del uno y medio por ciento y, a mayor abundamiento, se acuerda equiparar los permisos de paternidad de forma progresiva hasta alcanzar las veinte semanas. Desde entonces me encuentro levitando, no sabía que la vida me iba a brindar la oportunidad de vivir este momento. Y tampoco sé si es posible digerir tanta felicidad.

Es cierto que por ahí hay algunos y algunas que se alinean con Larra, que son refractarios al mundo funcionarial y que preferirían que estas tareas se resolvieran con menos personal y más eficiencia. Aunque parezca un dislate y sin duda lo es, hay algunos y algunas que sostienen que el trabajo remunerado de por vida no es un éxito de los trabajadores/funcionarios sino un privilegio, un disparate y un agravio en estos tiempos en los que los que ahí fuera la precariedad y los salarios de miseria están arruinando el presente y el futuro de millones de jóvenas y jóvenes.

Esta gente, estos algunos y algunas que se quedaron en el chascarrillo del “vuelva usted mañana” no entienden la profundidad revolucionaria de las treinta y cinco horas semanales y los alcances de los derechos laborales arrancados al ogro de la derecha, jódete Montoro, mamón, trabaja de peón.

Es, sencillamente, un problema de perspectiva. Nos equivocamos si vemos a los funcionarios como gente acomodada que cobra a final de mes llueva o truene, que sale a desayunar, que sale a la cervecita, que tiene días de asuntos propios y tres si enferma un primo cercano. Los negacionistas lo ven como una injusticia, como un contradiós. No se enteran. O es envidia o es desinformación. O las dos cosas.

A los funcionarios, especialmente a los nuestros andaluces, hay que verlos como a un mundo aspiracional, como la  heroica avanzadilla de lo que en algún siglo venidero podría ser el final de la historia y de la lucha de clases. Veamos sólo algunas ventajas: en la vida real los sindicatos no existen: en la función pública sí y además disfrutan de liberados sindicales, una especie de pretorianos que no tienen que ir al trabajo sino que dedican su tiempo a que la empresa no agobie al personal. En la vida real la gente cobra mal, tarde o nunca; en la función pública, quince pagas los días veintinueve de cada mes.

En la vida real te despiden de un día para otro por cuatro perras; en la función pública no te pueden despedir; en la vida real hay patronos, dueños, capataces, auténticos joputas; en la función pública hay aleves directores generales que suelen durar poco (dos, tres años de media) y si se pasan de listos les crujen con un comunicado sindical con los defectos en negrita. En la vida real, si te vas adiós blas; en la función pública tienes derecho a una excedencia, te haces político o ejecutivo de un banco y si la cagas, siempre puedes volver a tu plaza. En la vida real, si la empresa va mal suele ser culpa de los trabajadores que cobran demasiado y acaban provocando el cierre; en la función pública la culpa es siempre de los jefes pasados, presentes y futuros y el chiringuito nunca cierra.

Entiendo la ilusión cósmica de nuestra presidenta y de la izquierda así tomada, firmando un acuerdo que nos ilumina a todos hacia el futuro con pasión visionaria. Ahora bien, yo tengo una queja y me acuerdo mucho de mi madre, que me decía, textual: niña no seas tonta y hazte funcionaria. Pepote, Chaves y Griñán y Susana llevan 40 años dándonos la vara con hacernos emprendedores, la verdad, sin mucho éxito. ¿A qué tanto lío? Mejor,  mucho mejor, todos funcionarios. ´Perdóname mamá.