El consejero andaluz de Hacienda Juan Bravo pertenece a esa estirpe de políticos de derechas que tienen un cierto talento para simular que no lo son, de forma que es difícil saber si son muy derechas, bastante de derechas o solo un poco de derechas.

En el pacto presupuestario firmado en junio con Vox por Bravo y el consejero de Ciudadanos Rogelio Velasco, mientras que a éste se le notaba a la legua el embarazo y la incomodidad por tener que pactar con un partido de ultraderecha, Bravo parecía tomarse la alianza asépticamente, como un cometido profesional más, ni mejor ni peor que cualquier otro, que debía solventar con eficacia.

Velasco parecía abrumado y Bravo parecía tan pancho. ¿Ultras? ¿Qué ultras? El hecho de no provocarle escrúpulo alguno ir del bracete con Vox sería precisamente síntoma de que Bravo tal vez sea un hombre bastante más de derechas de lo que sugiere su estilo franco y su aire de tecnócrata chiripitifláutico.

Llama a un inspector

Inspector de Hacienda de profesión, Bravo ha demostrado ser un buen parlamentario, capaz de combinar el rigor argumental con una campechanía algo populista pero educada, mucho más refinada e instruida en todo caso que la que exhibe –cuando nadie lo ata corto– el consejero de Salud Jesús Aguirre, también conocido como ‘el del chupetón’. Al Parlamento le sientan mucho mejor políticos aseados como Bravo que políticos primarios como Aguirre.

Bravo no es un recién llegado a la política, pero sí un recién llegado al estrellato al haberle asignado el presidente Moreno nada menos que la crucial Consejería de Hacienda. Sus intervenciones parlamentarias denotan solvencia, profesionalidad, conocimiento preciso de las materias de su negociado: virtudes todas ellas solo oscurecidas por su inclinación a ese ventajismo argumental consistente en caricaturizar la posición del contrario para luego reprocharle sus debilidades como si estas pertenecieran al retrato del adversario y no a la caricatura pergeñada por su acusador.

Sacando pecho

Víctima de esas habilidades sofísticas al llevarlas demasiado lejos, en la clausura del Pleno de Presupuestos el consejero Bravo no solo convirtió en un impropio discurso lo que acostumbra a ser una breve alocución de cortesía del titular de Hacienda tras aprobarse los Presupuestos, sino que se metió en un lío algo tonto y mal documentado al remontarse al año 1931 para restregar a los socialistas que no serán tan guais como dicen ser si se tiene en cuenta que, al contrario que las derechas, en la Segunda República rechazaron la instauración del voto femenino. No fue así pero nuestro hombre parecía no saberlo.

Impulsándose desde esa comprometida palanca, Bravo se vino arriba sacando pecho del papel del PP en la democracia española y su valerosa apuesta por la mujer al ser el primer partido que situó a una de ellas como Defensora del Pueblo o como Presidenta del Congreso.

Arbitraje fallido

Presumir desde la derecha de haber batallado por la igualdad de la mujer era demasiado presumir, de modo que el discurso de Bravo encendió a los socialistas que, reglamentariamente, no tenían derecho a réplica, aunque la presidenta de la Cámara, Marta Bosquet, bien podría habérsela otorgado sin perjuicio alguno para la normativa de la Cámara.

Bosquet pudo haber practicado la ecuanimidad exigible a todo buen árbitro pero no lo hizo, y además despachó las protestas del socialista Mario Jiménez con un impropio “a quien no le interese lo que está diciendo el consejero, puede abandonar el hemiciclo”. Concluyó la esperpéntica secuencia con la expresidenta Susana Díaz negándole a Bravo el saludo al tiempo que, señalando la tribuna con el dedo, le espetaba: “No venga a saludarme a mí, súbase ahí y pídale disculpas al Grupo Socialista”.

No hubo, claro está, disculpas. Ni saludo. Ni nada de lo que los espectadores del espectáculo pudiéramos sentirnos un poco orgullosos.