Con la frase que subtitula esta reflexión se refieren mis padres desde que tengo memoria a esos sectores de la izquierda cuya supervivencia ideológica parece vinculada a la capacidad de sostener una situación permanente de conflicto social que les permita desarrollar una política identitaria que enmascare las profundas carencias y contradicciones que esconden a duras penas sus propuestas en positivo para construir, sostener y hacer evolucionar la cosa pública. La cuestión española, sin embargo, y por cuestión española me refiero al cainismo ancestral que nos divide desde hace generaciones en lo que Machado denominó “las dos Españas”, si bien en gran medida se origina en esta necesidad de algunos sectores de mantener para su supervivencia instalada en la sociedad una sensación constante de asedio por parte del “otro bando”, no se ha perpetuado, a mi juicio, por obra de estos sectores tradicionalmente ajenos al poder (con la excepción de breves periodos donde han participado de él sin coparlo hegemónicamente), sino precisamente desde el propio poder. Con el poder, sin embargo, no me refiero a las instituciones públicas en que se estructuran los dos poderes del Estado, Ejecutivo y Legislativo, que son elegidos democráticamente y por tanto están sujetos a las garantías democráticas que asegura la participación ciudadana.

Con el poder me refiero a las estructuras de influencia económica, política y social heredadas desde los tiempos de los Grandes de España; me refiero a la iglesia católica, institución que aún cuenta con privilegios fiscales respaldados por partidos autoproclamados constitucionalistas, a pesar de que la Constitución establece la aconfesionalidad del Estado y la no discriminación (positiva o negativa) por razones de credo. Me refiero al Poder Judicial, ajeno al mandato democrático y por tanto degenerado hasta el extremo de que su máximo órgano de gobierno ha prorrogado su mandato en funciones durante una legislatura completa, eludiendo su deber de someterse a la soberanía popular ejercida a través de las cámaras de representación. Me refiero a esas organizaciones sociales y profesionales, fundaciones privadas y otras entidades, también autoproclamadas constitucionalistas, que, con la connivencia de este poder, han llevado a cabo implacablemente la innoble labor de judicializar la Política al mismo tiempo que cuestionan hasta el hastío la politización de la Justicia, como si el Poder Judicial fuese en algo superior al Ejecutivo y al Legislativo, cuando la Constitución establece su igualdad en jerarquía e independencia. Poder son también los medios de comunicación que en su eterna cruzada contra el rigor se entregan sin ambages a la servidumbre de aquellos intereses que sostienen económicamente sus actividades, y que no es sino en una situación de permanente incertidumbre y crispación que logran a duras penas sostener sus cuotas de audiencia ante un público que de no ser por la constante sensación de inminente crisis e incertidumbre seguramente consumiría sus productos de forma mucho menos compulsiva; tanto aquellos que por su contenido politizado prometen una salida, la que sea, enérgica y combativa ante la realidad que les acucia, como esos otros que a golpe de chisme y bravuconada proporcionan una forma de evasión que amordaza cualquier posible toma de conciencia sobre los hechos del mundo.

El poder son las entidades económicas y financieras que, sin interés alguno en la resolución de la cuestión española en uno u otro sentido, a través de esta inacabable lista de pequeños y serviles intermediarios debilitan la credibilidad del ciudadano en aquellas instituciones en las que verdaderamente está a su alcance participar, pues no es sino la ciudadanía, a través de las instituciones democráticas, en una sociedad cohesionada y desencadenada de odios y sinrazón, el único posible contrapoder ante quienes sostienen su hegemonía a través de la pervivencia de una desigualdad que mantenga a la sociedad dividida y enfrentada, impidiendo que ésta descubra un modelo cooperativo que desbanque su inmoral sistema basado en la supremacía, el éxito y la competencia.

(*) Manuel Gracia Bravo es médico y militante del PSOE.