Nueve millones de espectadores tuvo el llamado "debate" televisado por AtresMedia el pasado lunes. Según los informativos de la propia cadena este programa ha sido el más visto del año, y resulta claramente interesante –y positivo- comprobar que los espectadores quieren consumir este tipo de productos en lugar de otros que se ofrecían a la misma hora.

Sí, ha leído bien el lector: "producto" es lo que ayer se consumió por parte de la audiencia que, además, también se supone que serán votantes en próximas fechas.

Llama la atención que sea una cadena privada la que promueva un debate que debería asegurarse por la radiotelevisión pública. Porque es por todos conocido que el objetivo de las cadenas privadas, más allá de generar opinión, es obtener audiencia. Por lo tanto, el formato no buscará tanto el planteamiento objetivo y en igualdad de condiciones, velando por cumplir las normas no escritas -aún- de un juego democrático limpio, sino más bien crear espectáculo que mantenga al espectador enganchado a ese canal. Y para ello, los criterios que rigen son los del marketing, no los de la cultura democrática, plural y que pretenda construir una sociedad más y mejor informada. 

A nadie se le escapa que, sumado al interés meramente económico de los réditos del share, hay intenciones también de beneficiar a quienes, a su vez, benefician a los grupos de opinión. Nadie a estas alturas piensa que Antena 3 o La Sexta producen información ausente de intencionalidad. Por mucho que se haga el juego de ofrecer a los espectadores un abanico de posibilidades ideológicas, que a veces parecen ser hasta de izquierdas -como el caso de La Sexta-, sería absurdo pensar que, a la hora de la verdad, las líneas editoriales no van encaminadas a establecer un menú bien seleccionado para que el consumidor crea que está eligiendo, cuando en realidad, está optando entre los platos de una carta que ha sido minuciosamente elaborada. 

Es AtresMedia quien crea el fenómeno Podemos: desde las tertulias como la Sexta Noche y Al Rojo vivo se plantea la lanzadera para los televidentes más progresistas del elenco español. Dos años en los que se ha creado el producto y durante los cuales hemos visto cómo Iglesias y sus compañeros estaban en manos de Ferreras, Pastor y compañía. Ha sido la industria de la comunicación la que ha puesto y ha quitado perfiles, recolocándolos o destruyéndolos, según el caso. Y ha sido Iglesias el que ha aceptado las reglas del juego marcadas por Roures. El discurso de Podemos ha ido modificándose en la medida en que a determinados poderes les interesaba más o menos que la formación morada levantase estas alfombras y no aquéllas. No es tanto el "poder del pueblo" sino más bien el poder de Roures y los que a su alrededor giran las marionetas lo que genera las tendencias y los votos. 

Durante dos años se nos ha vendido la necesidad de la regeneración, de caras jóvenes, de discursos más o menos calcados, que han venido a desterrar al Partido Comunista del panorama político. Alberto Garzón ha podido plantear sus propuestas durante este tiempo, pero ahora, en plena contienda electoral, ya no aparece. Ya no es una opción posible para venderla al electorado. La gran ausencia de su candidatura en el debate de AtresMedia responde única y exclusivamente a la decisión de quien considera que en el menú, si el espectador quiere votar a la izquierda, tenga que elegir entre Pablo o Pedro. Nada de opciones republicanas, ni laicas, ni que puedan hablar con cierta claridad de lo que nadie quiere que se hable. Ese mensaje, treinta años después de haber terminado el franquismo, sigue enterrado en las cunetas. Y llama especialmente la atención que los que aplauden a la nueva política, tanto Pedro, como Pablo, como Albert, no hayan planteado la más mínima queja por las ausencias en el debate -más allá de la de Rajoy, que fue voluntaria, no impuesta-. 

Se está vendiendo la pantomima del lunes como un hito histórico en la democracia española. Y no falta quien lo aplauda, para sonrojo de la democracia, que ya no sabe desde dónde observar esta absurda película en time de máxima audiencia. No es democrático llamar debate de candidatos a una suerte de circo acelerado donde no todos se presentan a las elecciones; no es acertado venderlo como la muestra de las alternativas electorales cuando han quedado fuera opciones mucho más legítimas que las presentes (y hablo únicamente en términos de representación electoral, pues partidos como Izquierda Unida o UPyD cuentan en la actual legislatura con escaños en el Congreso de los Diputados). La ausencia de estas formaciones solamente responde a una causa: la censura que imponen los dueños y señores de los medios de comunicación privados. Y tienen todo el derecho a hacer los circos que quieran en sus platós; lo peligroso es que el pueblo no se dé cuenta de esto e interprete que las ausencias son porque, en realidad, no pintan nada ya que las encuestas realizadas no les dan prácticamente representación para las próximas elecciones. 

Y yo le pregunto a usted que está leyendo: ¿cabe la posibilidad de que las encuestas se nutran de la opinión generada por los medios de comunicación? No sólo cabe esta posibilidad, sino que precisamente ésta es la posibilidad. Desde que la política ha pasado a ser consumida como entretenimiento, generando interesantes ingresos a las cadenas privadas gracias a tertulias donde se debaten noticias y pseudonoticias creadas para, a su vez, seguir inflando este mercado, los actores políticos hemos pasado a ser vistos prácticamente como actores de una teleserie. Y los votos ahora se deciden en base a la imagen, a la vida privada y la soltura que muestren frente a las cámaras, más que al contenido o a los hechos probados en el día a día. 

Por lo tanto, lo que ayer se ponía en juego en realidad no era la capacidad de estos personajes a la hora de gobernar un país (que, ojo, es a lo que realmente se presentan), sino más bien sus dotes para salir airosos de un concurso de la tele. Todo estaba planteado para desquiciar a los invitados. Las preguntas estaban dirigidas de manera personal, pero siendo lo suficientemente abiertas como para que se tirasen los trastos a la cabeza, jugando con los segundos que cada cual tenía en su bolsillo para decidir si los gastaba en presentar su programa o en acribillar a los demás contrincantes. Y el objetivo ayer no era otro que dar una imagen -o varias- a los espectadores/votantes: se trataba de acribillar a Pedro Sánchez (no en balde Rivera e Iglesias en reiteradas ocasiones le recomendaban que se tranquilizase, sin más objetivo que reforzar la imagen de nerviosismo del candidato del PSOE). Recomendación cuando menos sorprendente, no tanto de un Pablo Iglesias que controla perfectamente este espacio, sino de un Albert Rivera totalmente histérico, incapaz de estarse quieto y que se trababa cada vez que intentaba plantear una idea en un formato que a él le perjudica seriamente. 

Soraya estuvo francamente fuera de lugar. Y es curioso puesto que sus dotes para las contiendas dialécticas son sobradamente mejores que las de los otros tres. Su profesión es debatir en sede parlamentaria, enfrentarse como portavoz cada viernes a la opinión pública anunciando recortes indiscriminados durante cuatro años. Y, sin embargo, el lunes, estaba totalmente forzada, contenida y sin ningún tipo de agilidad para desenvolverse como se esperaba de ella. No en vano lo tenía todo en contra: igual que Albert Rivera, Soraya se siente mucho más segura sentada, protegida por un atril, donde sus argumentos no se vean eclipsados por la imagen proyectada.

Resultaba evidente que todo estaba dirigido a levantar a un Podemos que venía en caída libre los últimos meses; a mostrarnos a un Rivera descontrolado e inexperto que no puede gobernar sólo porque le faltan tablas; y sobre todo, a decapitar a un Pedro Sánchez que no cuenta con sus mejores apoyos entre los amigos de Roures; Soraya, aunque floja y contenida, tendría siempre el papel de la que venía a dar la cara, la chica responsable y laboriosa que se come los marrones por responsabilidad. Evidentemente el debate podía ir dirigido a obtener unos resultados, conociendo las debilidades y las fortalezas de cada participante, pero no hay que quitarle méritos a las intervenciones de cada uno, aunque seguramente la audiencia no sea capaz de recordar prácticamente nada del contenido de las intervenciones. Es lógico: el debate estaba planteado para transmitir sensaciones, no contenido. Y por eso no es casual que todos a una cerrasen filas en torno a lo que ya estaba planteado: el ganador sería Pablo Iglesias, seguido, según la familia de AtresMedia por Soraya -Marhuenda no permitiría lo contrario-. Y por si quedaban dudas de que Pedro debía perder su cabeza el lunes, la falta de objetividad ha ido resultando prácticamente obscena en los canales de la cadena durante las horas posteriores al debate, intentando convencer de lo que ya estaba planteado de antemano. 

No soy sospechosa de ser defensora de Pedro Sánchez. En absoluto. Es más, su nefasta capacidad política ha sido la causa principal de mi marcha del PSOE. Pero es de justicia denunciar el juego sucio: dejando a parte su falta de convicción para hacer llegar el mensaje socialista a ninguna parte, me parece que la estrategia planteada contra él es peligrosa y mezquina. Peligrosa porque se puede volver en contra de quien ahora se beneficia de ello (un títere más que se cree estar por encima de la moda); y mezquina porque los medios de comunicación deberían ser mucho más responsables conociendo el poder que tienen en sus manos. 

También es cierto que en este juego todos miran a otro lado cuando las injusticias van contra los demás, piensan que así sacarán beneficio. Y esta es la razón por la que ayer, tras aguantar un aburrido galimatías manipulado, que tenía como objetivo manipularnos a todos, llegué a la conclusión de que ninguno de los cuatro merecía mi voto. El fin no justifica los medios cuando de regenerar desde la ética se trata. 

No me cabe duda de que el debate lo ganó Roures y lo perdió la democracia. Ya nos engañaron en la primera, y por eso ahora nos lo venden como una segunda transición. 

Beatriz Talegón, exmilitante del PSOE, es presidenta de Foro Ético y miembro de Somos Izquierda