París, 19 de Junio de 1938. Quedan horas para el enfrentamiento entre Italia y Hungría. Quien gane será campeón del mundo. En un céntrico hotel se hospeda la selección azzurra. Suena el teléfono y alguien lo coge. Al otro lado del aparato se escucha una voz autoritaria que pregunta por Vittorio Pozzo, entrenador italiano. Vittorio, extrañado por quién puede molestarle en tal importante momento pregunta quién es. La voz responde que su nombre es Benito Mussolini y sólo tiene una cosa que decirle: Vencer o morir.

Europa en 1938 es un caldo de cultivo en el que se están sembrando las razones que un año después estallarán en forma de Segunda Guerra Mundial. En Alemania, el auge del nazismo es una realidad. Hitler acaba de invadir Checoslovaquia y ha  anexionado Austria a su Reich ante la atónita y cobarde mirada de las democracias occidentales. Iosif Stalin manda con puño de hierro en una Unión Soviética en expansión. El Mundial de Francia se sitúa en un contexto político muy complicado. Sin embargo, gracias a la insistencia de Jules Rimet la competición se disputará en su país sí o sí. 

Italia llegó a aquel mundial como vigente campeón. Obligada a repetir la gesta, esta vez sin ayuda arbitral como en 1930, debía dignificar y no humillar a la grandeza de su imperio. Noruega, Francia y Brasil fueron la antesala de la final. Todos los rivales caían derrotados ante el catenaccio italiano. Su estrella era Giuseppe Meazza que otrora serviría para nombrar al campo de Milán e Inter. Su delantero Silvio Pola, el máximo goleador de la historia de la Serie A. El hombre que con sus dos goles en la final salvaría la vida a sus compañeros.  El Estadio Colombes de París fue testigo de uno de los partidos más emocionantes de la historia de los mundiales. En frente estaba Hungría. Lejos del histórico equipo de 1953  pero difícil rival por su técnica. Lucha de estilos. El equipo magiar optaba a su primer mundial, el transalpino suspiraba por su vida. Imposible imaginar lo difícil de la charla técnica del entrenador. Qué les dices a unos jugadores que si pierden es posible que no sigan viviendo. Cómo lo tuvo que pasar el bueno de Vittorio Pozzo.

4-2 fue el resultado final. El color azul había sido sustituido por el negro en homenaje a los "camisas negras", facción paramilitar del partido fascista. Italia conseguía su segundo mundial consecutivo y sus jugadores salvaron su vida. Mussolini estalló en alegría pero siete años después quien estallaría de alegría sería el pueblo italiano viéndole colgado en la Plaza de Loreto. La Segunda Guerra Mundial evitó que esta generación de futbolistas italianos siguiera mostrando su categoría a nivel internacional. Una generación venerada en Italia. Un país a los pies de sus héroes Piola, Pozzo y Meazza. Mussolini y la Italia de 1938 es un ejemplo más de la utilización política de un deporte por un totalitarismo. El fútbol mueve a las masas y el interés en nuestro deporte por las manos sucias del poder ha sido constante durante toda la historia. Como a veces, un mero deporte, es pura política.