Llegó un momento en Hollywood en que las grandes productoras -Paramount, Fox, Warner Bros, RKO- perdieron el poder de explotar a sus actores con contratos excesivos. Fue con el baby boom, la llegada de la televisión y, sobre todo, las leyes anti trust que impidieron que estas empresas se garantizaran taquilla encargándose tanto de la producción como de la distribución de los filmes.
Era el ocaso del cine clásico, y los actores enarbolaban su independencia colaborando con directores de lenguaje narrativo más vanguardista. Kirk Douglas, superviviente de aquella generación, cumplió 101 años el pasado 9 de diciembre. Él mismo encarnó a un magnate cinematográfico venido a menos en Cautivos del mal, una oscarizada película que reflejó este momento bisagra entre el cine clásico y la modernidad. Para cada generación, la industria hollywoodiense crea su star system, supeditado a los gustos y hábitos del público. Con el cine mudo y en los años 20 y 30, las productoras tejieron alrededor de los actores un halo especialmente glamuroso, mitificador. En los 40, los estadounidenses y su New Deal estuvieron exultantes, con el Estado animado a invertir –también en cultura- y el público en modo consumista, plantándose cada semana ante la gran pantalla fuera lo que fuera lo que había en cartelera: una de cine negro, un western, el Gordo y el Flaco, un musical…
Exceso de confianza
Pero quizá ese fue el problema: el exceso de confianza. William Wyler había intuido algo en Los mejores años de nuestra vida. En los 50, el melodrama o el género épico dejan de interesar a los espectadores más jóvenes, y las familias, con los soldados ya en casa criando montones de hijos y la tele como nueva compañía, salen menos. Además, comienza a hacerse un cine en el extranjero - el neorrealista en Italia, el documental en Reino Unido, la Nouvele Vague en Francia o el japonés de Ozu, Mizoguchi o Kurosawa- que desinfla las exportaciones cinematográficas y fomentan las importaciones.
Los estudios, que creían que la garra de sus títulos en blanco y negro sería eterna, empiezan a tener problemas con sus estrellas, ya no pueden firmar con ellas esos inquebrantables contratos de siete años que les arrebatan el poder de decidir en qué película participar. Conscientes de su fuerza, éstas suben ahora sus cachés, comienzan a trabajar por su cuenta e incluso crean sus propias productoras –llegó a haber quince productoras de actores-, dando cobijo a directores de nuevos lenguaje y géneros. Dos pioneros en este sentido fueron Olivia de Havilland –que también sigue viva y es centenaria-, que ganó un juicio a la Warner cuando ésta quiso castigarla por negarse a hacer papeles secundarios, y John Wayne, el primero en recibir un (sustancioso) porcentaje de taquilla en lugar de un salario.
Un actor dueño de su destino
Douglas apenas había hecho alguna pequeña incursión cinematográfica en los 40. Fue a finales de los 50 cuando se consolidó como actor. Nacido como Issur Danielovitch Demsky en Ámsterdam, Nueva York, el 9 de diciembre de 1916, e hijo de inmigrantes rusos judíos, siempre quiso ser dueño de su destino y ser actor. Su padre, que lo abandonó cuando tenía cinco años, era trapero, y de ahí le vino al actor un apodo, “hijo del trapero”, que acentuó su carácter enérgico, temperamental, inquieto, contradictorio y contestatario. Afín, en suma, a la mayoría de los personajes que interpretó. Tuvo la osadía decir no, en varias ocasiones, a grandes productoras, y por sus ideas de izquierdas, muchos directores y estudios le dieron la espalda, lo que constituyó el espaldarazo definitivo para que montase su propia productora. La Caza de Brujas le pasó rozando, como contó en 2012 en Yo soy Espartaco, su noveno libro -con prólogo de George Clooney-, donde explica su experiencia no solo como protagonista, sino también como productor, en Espartaco, película de 1960 considerada la primera superproducción épica con trasfondo social, y que desafió las listas negras del macartismo indicando el nombre real de su guionista, Dalton Trumbo, uno de los represaliados más famosos.
Douglas entró en Hollywood de la mano de Lauren Bacall, a quien conoció en la Escuela Norteamericana de Arte Dramático. Su realista interpretación de un boxeador en El ídolo de barro le granjeó, en 1949, la primera de sus tres nominaciones a los Oscar (las otras dos fueron por Cautivos del mal y El loco del pelo rojo). Tocó todos los géneros, aunque quizá fue en el melodrama en el que tuvo sus mejores papeles, varios de ellos bajo la dirección de Vicente Minnelli (Dos semanas en otra ciudad, El loco del pelo rojo), pero participó también en grandes superproducciones como Veinte mil leguas de viaje submarino o Duelo de titanes.
Como productor, conectó con Stanley Kubrik, con quien rodó dos de las películas que más prestigio le dieron, Senderos de Gloria y Espartaco, aunque en esta última la relación entre ambos acabó como el rosario de la aurora. En los setenta, cuando en Hollywood el nuevo cine ya no daba el mismo dinero que el clásico y muchos exploraban nuevos caminos (Friedkin, Coppola, Spielberg, Lucas, Woody Allen), Douglas probó suerte como director sin alcanzar apenas éxito.
El fin en los noventa
Ya lo hemos dicho, en cada momento histórico las productoras crean un star system concreto. Los ochenta, qué duda cabe, fueron los de hombres de acción como Silvester Stallone, y en los noventa, el perfil fue más grunge, con Wynona Ryder o Johnny Dep. Kirk Douglas espació sus trabajos entonces, y un derrame cerebral en 1996 lo obligó a parar definitivamente, ya con 80 películas a sus espaldas y el año en el que la Academia, tal vez por mala conciencia por no haberle dado ninguna estatuilla, le concedió el Oscar Honorífico. Tal vez ahora, por efecto de la globalización, todo sea más ecléctico, los actores de Hollywood sean de muchos tipos. Espartaco los ve ya desde el otro lado de la pantalla. Larga vida. Eres tan fuerte que puedes sentirte débil.