Esta mañana ha tenido lugar en la pequeña localidad valenciana de Buñol la guerra a tomatazos, conocida como “La Tomatina”, la cual se lleva celebrando cada último miércoles de agosto desde hace 72 años.

La intensa presencia policial ha llamado la atención respecto a las últimas ediciones. Sin embargo los últimos atentados de Cataluña han detonado la decisión de intensificar la seguridad.

En los últimos cinco años, la Tomatina parece haber encontrado una fórmula que garantice la continuidad de la fiesta, tras años de excesos y casi hasta hastío de sus vecinos, y un equilibrio entre asistentes, 22.000, y tomates, 160 toneladas, una cifra que por primera vez en los últimos siete años se mantiene estable.

La guerra ha sido breve, apenas 63 minutos, entre las 10.55 y las 11.58, han bastado para colorear de rojo pasión todo el centro de Buñol; y ya completamente empapados, ha habido quienes han aprovechado la oportunidad para nadar en caldo de tomate.

Sólo la pasta de tomate, en la que muchos acaban literalmente sumergidos, los impactos, el descontrol y el agotamiento parecen efectivos para someter el fervor y la estridencia inicial y poner fin a una batalla que se ha saldado sin más consecuencias que una decena de contusionados.

El personal de Cruz Roja ha informado de que tres personas han recibido puntos de sutura, (uno de ellos en la lengua, por un codazo), otras cinco han recibido atención por daños leves en los ojos y una mujer ha sufrido una crisis de ansiedad, aunque según las primeras informaciones ninguno de ellos han sido trasladado a un hospital.

Desde mediadios del siglo XX

La fiesta que empezó como una simple gamberrada en 1945, cuando varios vecinos empezaron a lanzarse tomates al paso de un desfile de gigantes y cabezudos, ha logrado superar años de censura para convertirse en una de las fiestas más excéntricas y conocidas mundialmente.

Como los Sanfermines, la Tomatina consta en el imaginario de los miles de extranjeros participantes, mayoría en la marea roja, como un sello que no debe faltar en su pasaporte, una cruz en su historial de intrépidos juerguistas juveniles que probablemente asisten, sin saberlo, al homenaje más internacional a una fiesta forjada en la travesura y en la picaresca típicamente española.