Esta semana en la que se cumplen 6 años del famoso “me he equivocado, lo siento mucho y no volverá a ocurrir” rememoramos las aventuras de uno de los elefantes más famosos de la historia de España.

Viajamos al siglo XVIII cuando gobernaba en España Carlos III. Un rey que con los precedentes de locura familiar todo el mundo temía que perdiese la cabeza de un momento a otro. Como la creencia popular era que la demencia se podía prevenir con los beneficios de la luz solar, el monarca pasaba largas horas tomando el sol, claro que como faltaban siglos para que se inventara el turismo de sol y playa se sustituía con una actividad de larga tradición monárquica, la caza.

Carlos III cazador, pintado por Goya

Si hablamos de un rey cazador y un elefante de por medio… cualquiera podría imaginar por dónde van los tiros (nunca mejor dicho), pero no, no se precipiten porque nuestro elefante vivió la mar de bien… o eso al menos intentaron.

Todo comenzó en 1773 cuando el gobernador de Filipinas, Simón de Anda Salazar decidió regalar un elefantito de cinco años y medio al rey de España. Seguramente el gobernador ya conocía la afición de Carlos III por los paquidermos, especialmente por su sorprendente inteligencia (la de los elefantes digo).

El elefante de Carlos III, un animal viajero incluso post mortem. En la fotografía le vemos en el Museo del Prado donde fue trasladado temporalmente durante la Guerra Civil

En 1740, cuando Carlos III era rey de Nápoles, ya había recibido un elefante del sultán de turco que terminó maravillándole pues lo describía como “un animal muy singular tanto por su figura como por sus movimientos… muy manso, obediente, que parece tener mucha inteligencia”. Por ese interés científico es seguramente por el que el gobernador de Filipinas embarcó al elefante a bordo de la fragata Venus a cuyos mandos estaba Juan de Lángara y Duarte que se encargó de trasladarlo desde Manila hasta Cádiz, no sin antes acostumbrarlo al sonido de los cañones, no fuera a ser que en mitad del recorrido hubiese combate y el animal se asustase destartalando las bodegas del barco.

Afortunadamente la travesía finalizó con éxito y el 24 de julio de 1773 llegó San Fernando. Ahora bien, faltaba llevarlo ante la presencia del rey que por aquel entonces estaba a la fresca en su palacio de la Granja de San Ildefonso, un frescor que ni por asomo le esperaba al elefantito que aún tenía que atravesar 800 km por las tórridas tierras de la Andalucía y la Mancha en pleno verano.

El séquito que lo acompañaba tomó medidas tan ingeniosas como caminar tan solo al amanecer y a la atardecida, e incluso en Écija se le hicieron unos “zapatos abotinados de tres suelas” es más, gracias al carácter científico del viaje se llegó a escribir un libro entre varios autores titulado  “Descripción del elefante, de su alimento, costumbres, enemigos e instinto” en el que se puntualizaban algunos detalles tan curiosos como lo desaconsejable de emborracharle pues “por haberse embriagado en cierta casa de la Isla del León con vino generoso, dio a conocer que era macho”.

El elefante causó tal furor que se llegó a escribir un libro a propósito de su llegada la corte

Finalmente Carlos III y el elefante pudieron conocerse e incluso lo hizo trasladar al Escorial cuando el monarca viajó allí. El periplo continuó por Madrid, donde el pequeño paquidermo triunfó causando admiración entre la población para finalmente ser trasladado a Aranjuez donde vivían la mayoría de los animales exóticos que recibían los reyes como regalos diplomáticos.

Entre dromedarios, cebras  e incluso otros elefantes, nuestro protagonista vivió a cuerpo de rey otros cuatro años más muriendo en 1777 y no por falta de medios, ya que disponía de todo un despliegue de cuidadores malabares provenientes de la India y un sinfín de atenciones, pero la dieta que nos describe el padre Flórez basada en “nabos gallegos”, “vino dulce” y “aguardiente” no parece ser la propicia para un elefante de sumatra como pudo ser este.

Estos cuidados disparatados (pero bien intencionados) nos legan un ejemplo fascinante en el que la corona invirtió grandes sumas de dinero, no en matar, si no en estudiar aquello que por pura naturaleza es digno de admirar.