Estas últimas decisiones en contra de la prostitución revelan un ingente número de cuestiones, que, para no lastimar la paciencia del lector, vamos a intentar ofrecerlas de una forma panóptica y, por ende, reducida.

El postulado del ayuntamiento barcelonés revela, en primer término, la doble moral con la que se interpreta el fenómeno de la prostitución española. Se intenta eliminar una tarea que se considera indigna para aquel que la materializa pero, por otro lado, no se ponen frenos a la prostitución de lujo, auspiciada por grandes mecenas y consumida en masa por miembros de la alta alcurnia y pudientes de nuestra sociedad. Dicho en otros términos, como acontece con la mayor parte de decisiones sociales, siempre es el eslabón más bajo el que se ve impelido por la ley, mientras que los estratos altos se yerguen eximidos de los postulados.

Por otro lado, parece ser que, de nuevo, emergen por doquier las consecuencias de una sociedad, marcada durante tantas centurias, por unos valores cristianos, en donde la venta del propio cuerpo se halla bajo el estigma del pecado. Es notorio destacar, en este punto, que el ejercicio de la prostitución es calificada de ignominiosa puesto que la mujer u hombre que la ejecuta, debe vender su cuerpo a cambio de una determinada cantidad económica. Pues bien, todos vendemos nuestro cuerpo, en el momento en que desarrollamos una actividad laboral. Dicho en otras palabras, mi cuerpo, que se halla tan liviano en el dormitorio, y que desearía yacer allí, debe movilizarse hacia la Universidad, hacia el aula, en mi caso, para ejecutar la tarea asalariada que llamamos trabajo. De la misma forma que yo vendo mi cuerpo –otro debate, que no penetraremos puesto que nos conduciría a ramificaciones difícilmente abordables en un artículo de opinión,  es si lo hacemos con gusto, placer- la totalidad o mayoría de los trabajadores asalariados lo hacen. La única diferencia estriba en que mi prostitución se fundamenta en mi discurso, en la oratoria, y no en el intercambio sexual.

Todo ello nos hace patente cuan retrógrada y cínica es una sociedad, conocedora de la prostitución, que la condena pero que, simultáneamente, la consume y la goza. Nunca he necesitado consumir este tipo de mercancía, empleando el lenguaje de la sociedad capitalista que nos oprime –tampoco nunca he necesitado consumir comida basura, lo cual no quiere decir que nunca lo haga en un porvenir-, pero ello no me exime para defender una tarea digna en la que, la mayor parte de empleadas/os, lo hacen por obligación, pero existe una porciúncula que lo materializa por deseo y voluntad. De lo que se trataría es de generar las mejores condiciones posibles para que este sector pueda verse liberado de la mafia que la domina y mueve por el sendero de la perdición. El objetivo sería crear un marco de legislación que regularice esta digna labor, que se erige en la más ancestral de la humanidad. De esta manera, tendríamos una prostitución con derecho a la seguridad social y, por ende, a las prestaciones de desempleo y a la sanidad. Como contrapartida, generaría una serie de impuestos, que serían recaptados por la comunidad de turno, lo cual, a su vez, conduciría a toda una serie de ganancias que nos alejarían, verbigracia, de las podadas en sanidad o educación.  Todos sabemos donde se lleva a cabo la prostitución, de todo tipo. Incluso los medios de comunicación la fomentan, con sus anuncios a toda página. ¿Por qué prohibirla?, ¿por qué no regularizarla?

Oriol Alonso Cano es Docente de Filosofía y Epistemología de la UOC e Investigador de la Facultad de Filosofía de la UB