Cuando hablamos de sociedades secretas, o de club selectos, nos imaginamos grandes conspiraciones, asuntos ocultos de máxima importancia, pero rara vez pensaríamos que alguien en la historia se ha juntado así para disfrutar del puro cachondeo.

En el siglo XVIII, con la Inquisición aun coleando, se tenían a estos grupos por verdaderas sectas perversas, y cuanto más avanza el absolutismo de mayores barbaridades se les acusa, ser satánicos, comer niños…
En España ya había grupos parecidos a las sociedades secretas como eran las academias. La mayoría de ellas con un trasfondo cultural e incluso en ocasiones regentadas por sacerdotes como ocurrió con la tertulia del padre Pedro Estala.

Las academias y tertulias del siglo XVIII se caracterizaban por el decoro, el buen gusto, la elegancia y el saber estar.


La academia del Buen Gusto, la de la duquesa de Osuna en su finca del Capricho… en definitiva, clubs donde la alta cultura y donde solo lo más selecto podía acudir.
Pero en 1798 todo eso cambia, y el responsable fue Juan Tineo Ramírez, un antiguo estudiante del colegio de españoles en Bolonia que no fundó otra academia solemne y rimbombante, al contrario, hizo una parodia de todas ellas autodenominada “del mal gusto” y que buscando un nombre pomposo llamaron Academia de los Acalófilos. Es decir, los amantes de lo feo.

 

Distintos historiadores han visto en algunas obras de Goya ese gusto por lo sórdido y lo feo. ¿Influencia de los acalófilos tal vez?

Gracias a su buena posición familiar (hijo de los marqueses de Tremañes y sobrino de Jovellanos) no le costó encontrar un buen puesto en la secretaría de Gracia y Justicia y captó sus primeros socios, como fue su colega de oficina Lope Antonio Terán.

Sus ideas progresistas le hicieron trabar amistad con personajes a cada cual más singular: Juan Antonio Melón, bibliófilo salmantino capaz de viajar por media Europa buscando textos clásicos que reeditar. José de Viera y Clavijo, sacerdote canario autor de novela picaresca gran seguidor de Rousseau y a quien la Inquisición terminó llamando la atención por emplear el púlpito para “sus cavilaciones”. Vicente González Arnao, un joven prodigio que con 23 años ya era abogado del estado y profesor en la universidad de Alcalá… Así hasta llegar a incluir en esta academia de los Acalófilos al dramaturgo Leandro Fernández de Moratín.

 

Sin duda uno de los máximos exponentes de los Acalófilos fue Leandro Fernández de Moratín.

El cachondeo que se traían en esta organización y sus principales actividades (ir al teatro donde tenían palco reservado, de excursión a sitios como Aranjuez, tomar chocolate y ponerse las botas en los banquetes) debió animar a Moratín a formar parte del club.

El dramaturgo por su lado también había visto la irreverencia y el descaro en su propia casa, recordemos que su padre, Nicolás Fernández de Moratín, fue el autor del libro prohibido Arte de las putas o el arte de la putería donde pone de vuelta y media a gran parte de la sociedad especialmente a los aristócratas cuando dice:

Del solar de los godos descendientes,                  

porque los cuernos son como los dientes:                          

que duelen al salir, pero en llegando                     

con ellos a comer, los quieren todos;
 

Las actividades de los Acalófilos parecen ser bastante inocuas más allá de la diversión y la mofa, algo que se esfumó completamente a raíz de la llegada del absolutismo. Muchos de ellos habían sido afrancesados declarados, especialmente su cabecilla Juan Tineo Ramírez quien acabó en el exilio.
En cartas conservadas de los Acalófilos se expone que los tiempos del humor ya pasaron y que desde la restauración de la Inquisición esas bromas se acabaron. Algo que nos habla de uno de los grandes enemigos de cualquier régimen totalitario, el sentido del humor.

El gobierno absolutista de Fernando VII no fue una vuelta a la monarquía absolutista si no una versión más retrógrada aún pues los Acalófilos fueron consentidos en el gobierno de Carlos IV, pero no en el suyo.