Los siglos XVII y XVII están plagados de exploradores fascinantes. Sin embargo no todos son lo suficientemente conocidos. Tal es el caso de Antonio de Andrade un viajero infatigable al que bien podríamos considerar como el primer occidental que viajó al Tibet y que además nos dejó una crónica completamente deliciosa.

Cierto es que otros viajeros medievales habían merodeado por la zona, el franciscano Odorico de Podenone o el sefardita Benjamín de Tudela son buenos ejemplos pero el jesuita Antonio de Andrade fue el primero que se estableció de manera fija llegando a construir una pequeña sede para que otros misioneros continuasen la exploración de aquella cima del mundo.

Pese a haber nacido en lo que hoy es Portugal, Andrade fue y se consideró español ya que nació en Oleiros (cerca de Castelo Branco) en 1580 cuando precisamente Portugal y España se fusionaron bajo el reinado de Felipe II y murió en 1634 en Goa, territorio colonizado por los portugueses pero entonces en manos españolas.

Pero más allá del lugar donde naciese su fama como viajero está fuera de toda duda. El 22 de abril de 1600 partió de Lisboa acompañando al nuevo virrey de la India Aires de Saldanha para desembarcar medio año después en el puerto de Chomi en la costa Malabar de la India.

Una vez allí se formó en Goa, la base de operaciones de los jesuitas, donde fue ordenado sacerdote, desde donde los jesuitas tenían su centro de operaciones y fue donde terminó siendo ordenado sacerdote. Tiempo después los datos sobre Andrade escasean aunque al igual que hizo un antiguo compañero de filas, el catalán Antonio de Monserrat acabó vinculado a la corte de los mogoles en el noroeste de la india.  

En 1624  cuando Andrade contaba con 44 años acompañó al líder mogol Jahangir (padre de Shah Jahan, el rey que mandó construir el Taj Mahal)

Sin embargo aprovechando que Jahangir se dirigía a Lahore, nuestro protagonista acompañado por otro jesuita llamado Manuel Márquez se escaparon rumbo a Delhi para allí, disfrazados de mogoles, lanzarse a la aventura de alcanzar Srinagar.

Cruzando las sierras “más altas que parece puede haber en el mundo”, atravesaron “concavidades y aberturas (de hielo) que no causan pequeño pavor a los que pasan por encima, no sabiendo a qué hora o punto caerán aquellas bóvedas, como caen muchas veces, sirviendo a muchos de sepultura” temiendo en otros riscos “hacernos pedazos por los aires” para finalmente llegar a Srinagar donde son interceptados por los hombres del Rajá de la zona que les obliga a explicar que demonios hacen allí dos occidentales.

En un alarde de ingenio Andrade dice que ni son comerciantes, ni espías, ni peregrinos, simplemente van en busca de un hermano perdido en el Himalaya al que no esperan ver con vida, de ahí que en su  equipaje encontrasen las sotanas que no serían ropas religiosas si no de mero luto ante la previsible desgracia.

Temeroso por ser devueltos al emperador Jahangir Andrade cuenta sus planes a Marquez, ha encontrado unos guías que le pueden llevar al templo de Badrinath y de allí a la cercana población de  Maná desde la que podrá ascender al Tíbet antes de que las nieves lo impidan.

Sin tiempo que perder Andrade con dos de sus guías se marchan pero sus cálculos no son exactos y acaban atrapados en el hielo. La situación es tan lamentable que comenzaron a perder visión (por reflejo de la nieve) y sensibilidad en las extremidades.

Abandonado a su suerte en medio del Himalaya Andrade confiesa “acontecióme darme un golpe no sé donde y caérseme un buen pedazo de dedeo sin poder yo dar fe de tal ni sentir herida si no fuera la mucha sangre que de ella corría”. Imagen cedida por el explorador Tomás Vacas.

Finalmente y viendo que Andrade y sus guías no obedecían a las amenazas del rajá de Srinagar mandó a un hombre ir a buscarles, si es que seguían vivos, y con todo su dolor los aventureros hubieron de regresar.

Pero fue entonces, cuando llegó una carta de un rey sorprendido por el ahínco del jesuita, se trataba de Shis Khri Bkra Grags Ide Pa dirigente del reino perdido de Guge a cuya capital Tsaperang invita a los jesuitas.

Es en ese año de 1625 cuando Andrade escribe una frase emblemática “puede España con razón contar y cantar la alegre nueva del nuevo descubrimiento del Gran Catayo y reinos del Tíbet, cosa tantos años ha de los portugueses deseada”

Allí comienza una fructífera relación en la que la predisposición de la familia real para conocer otras culturas es encomiable y el aprendizaje con los lamas alucinante, dado que Andrade descubre que en algunas regiones veneran la cruz, algunos lamas defienden algo semejante al a trinidad, que en el Tíbet también se hacen ayunos y se reverencian los libros. La convivencia fue tan buena que Andrade logró construir una pequeña iglesia aunque finalmente en 1629 hubo de regresar a Goa donde terminaría siendo envenenado por sus propios compañeros de orden. Quedando en el limbo un proyecto completamente fascinante como hubiese sido hibridar ambas culturas.

Lamentablemente el rey de Tsaparang fue víctima de una revuelta que no solo acabó con su vida si no con la de la capital de su reino, siendo Guge desde entonces uno de los reinos perdidos del Tibet y que algunos investigadores consideraron inspirador del mítico reino de Shangri-La del que habla James Milton en su obra el Horizonte Perdido.