La reunión en el palacio real de Pedralbes entre Pedro Sánchez y Quim Torra tuvo lugar el 20 de diciembre del año pasado y se salvó con un breve documento que contiene todos los conceptos para iniciar una negociación prometedora y todas las frases subordinadas y adversativas para dinamitarla a gusto del interprete. El gobierno de Sánchez y el PSOE se desorientaron en la tormenta interpretativa que se desencadenó en los días posteriores. Entonces se impuso la lectura del independentismo y de la derecha extrema; la exageración propiciada por unos y otros (por razones muy contrarias) horrorizó a la Moncloa hasta enterrar lo firmado. ERC y JxCat quieren resucitar aquel texto para facilitar la investidura de Sánchez.
En Pedralbes está todo lo que se necesita para empezar a dialogar y no está nada que lo impida según la Constitución. Es el clásico ejemplo de redacción política que pretende salvar la cara de los reunidos para no tener que salir con las manos vacías de un intento valioso para emprender un diálogo que por separado todos venían (y vienen) reivindicando. El aspecto más positivo fue la reunión es la reunión en sí misma, pero sus efectos duraron muy poco. La concentración derechista de Colón clamando al cielo por supuesta traición a España perpetrada en Barcelona y el triunfalismo sobreactuado del Palau de la Generalitat por una imaginaria aceptación del derecho a la autodeterminación condenaron cualquier expectativa razonable.
El documento firmado reconoce la existencia de un conflicto político sobre el futuro de Cataluña y se propone alcanzar una propuesta democrática que obtenga un amplio apoyo de la sociedad, a partir de un diálogo efectivo en el marco de la seguridad jurídica, abierta a posibles modificaciones legislativas. Este dice la declaración literalmente y además sitúa este diálogo en el marco de un Estado democrático de derecho que garantiza el pluralismo político para disipar cualquier duda. Cada parte incluyó sus palabras mágicas que permiten enlazar voluntariosamente con sus ítems de batalla, aunque inevitablemente contrapuestos para salvar el equilibrio y la legalidad propia del estado de derecho, tantas veces negado por uno de los firmantes.
La efectividad del diálogo perseguido debía descansar en dos pilares. La comisión bilateral Estado-Generalitat y en una mesa de partidos. En la comisión Estado-Generalitat se haría el diagnóstico de la evolución del conflicto, se consolidarían los espacios de relación existentes y se elaborarían propuestas sobre el futuro de las relaciones institucionales entre el gobierno central y la Generalitat. La comisión bilateral es un organismo oficial previsto en el Estatuto vigente, no tiene misterio negociador más allá de las competencias legales de cada una de las partes. No se trata de una mesa de negociación de igual a igual como se pretendió interpretar (y se pretenderá), porque para evitar esta sublimación de gobierno a gobierno como gusta afirmar Torra, el propio texto se refiere al nombre propio de las dos partes: el gobierno “central” y la Generalitat de Cataluña, denominación oficial del gobierno autonómico de Cataluña.
La mesa de partidos en la que se debería consensuar la propuesta democrática fue mucho más explosiva en términos de interpretación. La mesa de la declaración supone una ampliación de la iniciativa del PSC en el Parlament, aprobada con entusiasmo por los Comunes y con resignación por los grupos independentistas; boicoteada abiertamente por Ciudadanos y PP y convocada con tanta frialdad por Torra que murió congelada. El modelo contemplado en el texto de Pedralbes permitía incorporar a los partidos del Congreso que tuvieran vinculación con los partidos catalanes.
En dicha mesa se debatiría “con total libertad” hasta “consensuar” una propuesta “democrática”. La referencia a la “total libertad” de las discusiones, apoyada por un orden del día propuesto por la Generalitat para la reunión de Pedralbes que incluía el derecho a la autodeterminación, extremo que no fue aceptado de debatir por el gobierno central, fue la bandera utilizada por los partidos independentistas para proclamar su figurado gran éxito en aquel encuentro.
El gobierno de Sánchez fue incapaz de contrarrestar ante la opinión pública esta versión, apelando en su favor a la necesidad de que la propuesta que fuera a nacer de la negociación debería poder sustentarse en la “seguridad jurídica” a la que se refiere al concepto, aun considerando las eventuales reformas legislativas para acogerla en una hipotética reforma constitucional (que ni se cita en Pedralbes) y que no prosperaría sin los votos del PP. PP, Ciudadanos y Vox se apuntaron con entusiasmo a la interpretación triunfalista del independentismo.
Y luego apareció el relator, confundido interesadamente con un mediador, internacional, por supuesto, para dar con el traste a todo futuro para la declaración de Pedralbes. El texto habla de un coordinador de las reuniones entre partidos para crear las condiciones idóneas para los trabajos de los intervinientes y para dar fe de los mismos. La interferencia fulgurante de la figura del relator dio por acabada la primera vida de Pedralbes. La segunda vida está por llegar, aunque su renacimiento exigiría unas apostillas aclaratorias al significado compartido de la declaración, como garantía de continuidad y para evitar confusiones que puedan ser instrumentalizadas por los enemigos del diálogo.