La llegada por segunda vez de Donald Trump a la presidencia de EE.UU. está suponiendo una conmoción dentro y fuera del país. En apenas tres semanas de mandato, el mundo, tal y como lo conocíamos, ha cambiado. El orden internacional que se estableció en 1945 parece desmoronarse a la vista de las decisiones políticas y económicas adoptadas por la nueva administración estadounidense en estos primeros días.

Tras la segunda Guerra Mundial, las economías de Europa Occidental, bajo la hegemonía de los EE.UU., acordaron un modelo comercial basado en el libre comercio. Esa voluntad política galvanizó inicialmente en el Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT, del inglés: General Agreement on Tariffs and Trade, 1947) y, después, en la constitución de la Organización Mundial del Comercio (OMC, 1995), incentivando que los gobiernos de todo el mundo apostaran por que sus economías fueran más abiertas e integradas comercialmente.

Como resultado de estas y otras circunstancias, en el último cuarto del siglo XX y principios del XXI, la economía mundial experimentó un proceso de globalización del capitalismo, caracterizado por la mayor apertura e interconexión de la historia de la economía mundial, todo ello favorecido por los avances en las telecomunicaciones, la digitalización y el desarrollo de los transportes internacionales de mercancías y de viajeros. Durante los últimos setenta años, el comercio mundial no ha parado de crecer, registrando tasas de crecimiento en muchos momentos mayores que las de la producción mundial. El volumen del comercio mundial actual es aproximadamente 44 veces el registrado cuando se firmó el GATTi (un crecimiento del 4400% entre 1950 y 2023).

Las medidas comerciales proteccionistas adoptadas en estos días por Trump representan una ruptura con el modelo hasta ahora vigente y la imposición de otro de corte neomercantilista. Supone de facto la ruptura unilateral del principal acuerdo comercial que tenía el país (T-MEC) con sus dos principales socios, Canadá y México. Un acuerdo que, conviene recordar, él mismo había forzado y firmado en 2018 durante su primer mandato presidencial, tras romper unilateralmente el tratado anterior (TLCAN).

Trump ha tratado de justificar sus medidas proteccionistas apoyándose en su eslogan populista de “Hacer a América grande de nuevo” (Make America Great Again) pero esto no se corresponde con la realidad de las cosas. La imposición de aranceles del 25% a Canadá y México, del 10% a China y la amenaza de extenderlos a otros países y áreas económicas supone una política comercial claramente perjudicial no sólo para estos sino también para la propia economía estadounidense a la que acabará empobreciendo.

Hace siglos que economistas como Adam Smith o David Ricardo, o más recientemente Heckscher y Ohlin, nos enseñaron el concepto de ventaja comercial (absoluta y comparativa) y demostraron que, para que un país pueda beneficiarse del comercio exterior, es necesario que se especialice productiva y comercialmente en aquellos bienes que puede producir de manera más eficiente y, por consiguiente, con unos costes más bajos que los que tienen los países competidores. De este modo, lo lógico sería exportar esos bienes en los que se tiene ventaja comercial e importar del resto del mundo aquellos otros en los que no mostramos esa mayor eficiencia y por tanto ventaja comparativa.

Trump no ha explicado a sus votantes que las medidas arancelarias impuestas a sus socios comerciales tienen una serie de efectos económicos muy negativos para los ciudadanos de su país. Si lleva a cabo las medidas que ha anunciado, es cierto que a partir de ahora determinados productos que antes importaba, por ejemplo automóviles, podrán volver a fabricarse en Michigan, Indiana u Ohio, pero lo que no dice es que los consumidores estadounidenses tendrán que pagar por comprarlos precios más altos que los que pagaban por los coches que hasta ahora llegaban de México, China o Alemania.

En este orden de cosas, los aranceles de Trump van a suponer una ganancia de excedente para las grandes compañías estadounidenses en tanto que, con su mercado protegido con los aranceles, podrán fabricar más que antes y colocar sus productos (aun siendo menos eficientes) en el mercado interior. En cambio, lo que no se cuenta, es la pérdida de excedente para los consumidores de su país, ya que estos muy probablemente van a comprar menos bienes que los que adquirían antes en la situación de libre comercio y, además, los van a pagar más caros.

La política comercial proteccionista de Trump también generará efectos negativos en el resto del mundo

Así, la economía americana sufrirá mayores tensiones inflacionistas y una pérdida irrecuperable de eficiencia agregada: por el lado de la producción, como consecuencia de dedicar recursos a producir bienes donde se es menos eficiente y competitivo y, por el lado del consumo, que se ve reducido respecto de una potencial situación de libre comercio y por la subida de los precios de dichos productos por los aranceles. Eso sí, Trump incrementará los ingresos para su administración con los aranceles que cobre en frontera por los productos importados.

La política comercial proteccionista de Trump también generará efectos negativos en el resto del mundo. La experiencia histórica muestra claramente que la imposición de aranceles contra terceros países provoca de manera casi inmediata una respuesta de estos en el mismo sentido. La imposición de aranceles contra Canadá y México ha tenido de hecho una respuesta inmediata de igual sentido y proporción de su socio del norte y otra inicialmente más tibia de su vecino del sur, al tener una economía más dependiente de los EE.UU.

Del mismo modo, la imposición de aranceles del 10% a China o del 50% sobre las importaciones de acero y aluminio del resto del mundo también está provocando reacciones defensivas de todos los países o áreas económicas afectados.

Otro efecto derivado de la guerra comercial iniciada por la administración de Trump es la ruptura de las relaciones de confianza entre los socios. Esas relaciones, en muchas ocasiones, alimentan intereses comunes que van más allá de los aspectos puramente comerciales y también pueden verse dañados, y, una vez rotas, resulta muy complejo y lleva mucho tiempo volver a restaurarlas.

EE.UU. no debería optar por abrir una guerra comercial con China. El gobierno de Pekín lleva muchos años desplegando su influencia económica por todo el mundo a través de diferentes iniciativas como, por ejemplo, la Franja y la Ruta, y desplazando paulatinamente de su posición hegemónica a los EE.UU. Con este tipo de actuaciones, el país asiático ha ido ganando posiciones en América Latina, África, incluso Europa, donde mediante inversiones, frecuentemente respaldas con financiación pública, ha desarrollado grandes proyectos en infraestructuras y obras públicas por todo el mundo. Si los EE.UU. optan por tomar una postura proteccionista frente al resto del mundo, alejándose de quienes han sido sus aliados tradicionales, no hará más que ahondar en una mayor pérdida de su hegemonía y abrirá la puerta a una mayor expansión de la influencia de China en otras partes del mundo donde tradicionalmente han pesado más los intereses americanos. Además, conviene tener presente un dato significativo: China es, después de Japón, el mayor tenedor extranjero de deuda pública de EE.UU., con una suma que ha superado los 768.000 millones de dólares en 2024.

Por lo que a Europa se refiere, la nueva administración estadounidense, con su giro geopolítico y a tenor de sus declaraciones de estas semanas, parece decidida a no seguir apoyando la alianza atlántica, o al menos a no seguir haciéndolo del mismo modo.

Trump bajo su planteamiento nacionalista de America first (América primero) lleva años amenazando a la UE con el cambio de prioridades en su política de defensa, que podría llegar incluso a una hipotética salida de EE.UU. de la OTAN, al mismo tiempo que viene presionando para que los países europeos incrementen hasta un 5% de su PIB su gasto en defensa que, dicho sea de paso, en buena medida iría a parar a la todopoderosa industria de defensa estadounidense. Los países europeos fronterizos con Rusia son quienes aplauden más fervientemente estas propuestas.

Trump también parece convencido, a la vista de las amenazas vertidas, a imponer aranceles recíprocos a los productos provenientes de la UE. La economía estadounidense, sin embargo, tampoco saldría beneficiada de una guerra arancelaria con la UE: primero por las consecuencias económicas negativas para el mercado interior estadounidense, ya mencionadas y, segundo, porque ello probablemente tendrá como efecto inmediato una respuesta proteccionista conjunta de la UE. El comercio bilateral de los EE.UU. y la UE representó en 2023 casi el 30% del comercio mundial de bienes y servicios, que en suma equivale al 43% del PIB mundialii . EE.UU. es el principal destino de las exportaciones de mercancías de la UE, aglutinando casi una quinta parte del volumen total de las exportaciones extracomunitarias, mientras que las importaciones representan alrededor del 16%. La balanza entre ambos se saldó con un superávit comercial a favor de la UE de 155.000 millones en 2023iii .

Otra derivada de las medidas comerciales adoptadas por EE.UU. se refiere a la división que puede generar en el seno de la UE, algo indeseable que Bruselas debería evitar a toda costa. En el momento en el que nos encontramos, la UE parece estar dividida entre aquellos estados miembros que apuestan por rendirse a los planteamientos del presidente norteamericano y aquellos otros países que se han pronunciado en contra de unos planes que consideran proteccionistas en lo comercial, y expansionistas y contrarios al derecho internacional en lo político.

Europa, obligada a reaccionar

La UE es más que una unión aduanera, es el área de integración económica más avanzada. Desde hace décadas, los europeos nos venimos beneficiando de la creación neta de comercio que genera la integración, cuyos procesos y efectos explicaron detalladamente economistas como Viner, Balassa o Machlup. La UE además se dotó hace tres décadas de un mercado único fuerte y dispone de una política comercial común que le ha ayudado a estrechar lazos comerciales muy beneficiosos con el resto del mundo. No se debe permitir que las medidas de Trump socaven esos dos pilares.

Ante la ofensiva arancelaria de Trump, la mejor opción para la UE pasaría por reforzar su mercado común y fortalecer su comercio intracomunitario. Aprovechando que la mayor parte de los intercambios se produce entre socios comunitarios, los países europeos deberían readaptar sus capacidades productivas y su industria bajo la lógica del mercado interior y garantizar que las empresas europeas se benefician de las economías de escala derivadas de la participación en el mercado único. Simultáneamente, ante una posible pérdida de comercio con EE.UU., la UE debería seguir manteniendo los acuerdos comerciales preferenciales que tiene con otros países, diversificando todo lo posible sus intercambios y tratando de evitar excesivas dependencias comerciales de algunas potencias como China.

Donald Trump ha cautivado a la mitad del electorado estadounidense, desencantado y sufridor, que quizás desconoce los efectos reales de las medidas proteccionistas que está aplicando y a dónde conducen; esto ya ocurrió en el pasado. Parafraseando la máxima del filósofo Jorge Santaya, “quienes no pueden recordar su historia están condenados a repetirla”. La historia nos enseña los nefastos resultados que el nacionalismo, el populismo y el proteccionismo generaron en los años treinta del siglo pasado. En nosotros está no permitir que esos hechos se repitan.

Jorge Malfeito Gaviro

Profesor de Economía Aplicada de la URJC