Los manifestantes asaltan el edificio de la embajada saudí en Teherán en protesta por la ejecución de un clérigo chiíta. EFE



Tras las explosiones de cólera – singularmente la manifestación en Teherán, la capital chií por excelencia, con la quema parcial de la embajada saudí – y el anuncio de Riad de que rompía las relaciones diplomáticas, llega el momento de entender, si es posible, el manejo por los saudíes de lo que es mucho más que la cólera por la ejecución el sábado de un líder chií saudí y otros 46 condenados de extracciones diversas.

En efecto, pasada la oleada de condenas (de la ONU, de la UE, de Washington, más atenuada por obvias razones diplomáticas) vista la falta de garantías de los juicios llevados a cabo por delitos de terrorismo, el asunto es lo que siempre ha sido: un viejo conflicto de orígenes formalmente religiosos y, en realidad, crudamente político y, a día de hoy, estratégico.

La ejecución del jeque Nimr Baqr al-Nimr, líder espiritual de la comunidad chií de la vasta Provincia Oriental de Arabia saudí, única donde esta versión del islam es mayoritaria en el país, fue, para empezar, una sorpresa. Condenado a muerte en 2014, la campaña, abierta o discreta en pro de una condonación, incluidas gestiones de la ONU y de Washington, no funcionó, contra lo esperado. Súbitamente, aunque meses después de la confirmación, se produjeron las ejecuciones.

Manifestantes iraníes sostienen carteles del clérigo chií opositor Nimr Baqir al Nimr durante una protesta cerca a la embajada saudí en Teherán. EFE



Relevo familiar, cambio de tono
Un lector avisado se percata en seguida de que, en estos dos años ha sucedido algo muy relevante en Riad: el acceso al trono en enero del año pasado de un anciano de ochenta años, Salman bin-Abdulaziz, de salud mediocre, que tomó en seguida la decisión de nombrar ministro de Defensa y segundo en la sucesión al trono de su joven hijo Muhammad bin-Salman.

El cambio dio lugar a las consabidas tiranteces en el interior del clan Sudeiri (del nombre de la esposa favorita del fundador del Estado) y a un cambio de altos funcionarios, entre los que el principal fue el nombramiento de Adel al-Jubeir como ministro de Asuntos Exteriores… sin ser miembro del clan regio y como sucesor del difunto Saud al-Faisal bin-Abdulaziz, de la familia real, quien había ocupado la cartera bajo cuatro reyes y por espacio de 40 años.

Jubeir, que ha hecho toda su carrera diplomática en Washington, donde era embajador con rango de ministro, puede ser percibido ahora como uno de los artesanos de las graves decisiones que el reino wahabí (así llamado en homenaje al reformador religioso nacional Muhammad al-Wahab en el siglo XVIII) ha tomado y que, en primera instancia, sorprenden por su rudeza y traducen una especie de necesidad de imponerse, falta de sentido práctico y, de hecho, una comprometida situación.

Manifestantes iraníes muestran carteles con el retrato del clérigo y dirigente chií, Nimr Baqir al Nimr, durante una protesta convocada en Teherán (Irán) hoy, 4 de enero de 2016. EFE



La hostilidad a la Chía
La ruptura con Irán – la vieja Persia, nunca se olvide – confirma una tensión antigua con el régimen confesional chií creado por el ayatollah Jomeini tras la gran revolución social de 1979 que derrocó al Shah. Por raro que parezca, la fitna (discordia interna, guerra civil) que enfrentó a los partidarios de Alí, yerno de Muhammad con los Omeyas a mediados del siglo VII aún informa la política de varios gobiernos y el saudí es el campeón del anti-chiismo…

La relación con el Irán jomeinista fue siempre pésima y debe ser situada en el prolijo y viejo escenario regional: Riad, socio intocable y fiel de Washington frente al Irán revolucionario-chií y hostil a la hegemonía norteamericana. Esto es lo que está cambiando a toda velocidad, tal es el telón de fondo del asunto…

En efecto, mientras ayer el incansable Jubeir situaba a Irán como “una amenaza regional”, en Washington se expresaba “profunda preocupación” por las ejecuciones… todo mientras el acuerdo nuclear con Irán pre-anuncia el levantamiento de las sanciones, una lluvia de dólares cuando se reanuden sin trabas las ventas de petróleo y… lo seguro: el restablecimiento de relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, ya en vías de gestiones y que Obama, como ha hecho con Cuba, entiende anunciar antes de concluir su Presidencia.

Un grupo quema fotos de miembros de la familia real saudí frente de la embajada de Arabia en Teherán, Irán. EFE



Vieja Arabia, nuevo escenario
En otras palabras: Arabia Saudí no es lo que fue, su papel ha perdido peso, su sistema político, que aceptó Occidente sin rechistar en los años – largos años – del combate contra la URSS es percibido como un estorbo anacrónico y la conducta de su nuevo rey y su nuevo gobierno como aventurera, inquietante y sin un rumbo claro.

En efecto, es difícil entender el activismo imparable y mal argumentado del reino, activo en todos los problemas regionales: el salvamento financiero del impresentable régimen del general al-Sissi en Egipto, su acción como protagonista militar de hecho en la guerra civil del Yemen (donde una versión local de la chía, los hutíes, combaten con éxito al gobierno) arrastrando a sus socios regionales, singularmente Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos, su apoyo financiero a facciones islamistas (no terroristas) en Siria, su política en Bahrein, de ciego apoyo a la dinastía anti-chií…

En este contexto en plena ebullición, cuando el sentido común y la prudencia aconsejaban un tono menor y medidas de apaciguamiento como, por ejemplo, una conmutación de la pena de muerte del jeque el-Nimr, se opta por lo contrario. La ruptura con Teheran se acompañó de otro anuncio, el del fin unilateral del alto el fuego, no muy observado pero útil, en el Yemen y la vuelta a los ataques aéreos… Todo incomprensible, muy peligroso y poco prometedor…

Elena Martí es periodista y analista